10 de mayo: san Damián de Molokai, el leproso que fue a Hawái para encontrar el Paraíso
Se tenía que salir de Misa porque no aguantaba el olor de los leprosos, pero acabó compartiendo con ellos plato y pipa. Dios trabajó con él delante del Santísimo hasta hacerle tocar el corazón y la piel de los intocables
«Ese lugar tiene absoluta necesidad de un sacerdote. Usted conoce mi disponibilidad: quiero sacrificarme por los pobres leprosos», escribió a su superior el padre Damián de Veuster en mitad de la epidemia de lepra que asolaba la isla de Hawái, donde trabajaba como misionero. Esa decisión marcó su vida y dio a la historia una de sus páginas más heroicas, hasta el punto de que ha sido llevada al cine en varias ocasiones.
El padre Damián nació en 1840; fue el séptimo de una piadosa familia de ocho hijos. Dos hermanas fueron monjas y un hermano entró en la Congregación de los Sagrados Corazones, lo que animó a su hermano menor a ingresar en ella a los 19 años. A Damián no le tocaba, pero cuando su hermano contrajo el tifus antes de ser destinado a misiones, le dijo: «¿Por qué no voy yo en tu lugar?».
Y así fue: el 19 de marzo de 1864 llegó a Hawái con destino a las islas de Puno y Kohala, con una extensión total similar a la de su país de origen. Sin embargo, duró poco allí; en aquellos años se desató en todo el archipiélago una epidemia de lepra que hizo cundir el pánico por todas partes. Debido a ello, el rey decidió confinar a todos los enfermos en la isla de Molokai. Durante poco más de un siglo, 8.000 hawaianos fueron arrancados de sus familias y de sus casas para encerrarse en este lugar hasta morir.
No tardó en ofrecerse voluntario al obispo para ir allí y atender sus necesidades espirituales, por lo que el 10 de mayo de 1873 desembarcó en la isla junto a 50 enfermos que los soldados habían recogido en la isla de Hawái. Le esperaban 800 leprosos, la mitad de ellos católicos.
Los primeros meses no se atrevió a juntarse mucho con los enfermos, por lo que vivió y durmió bajo un árbol, pero no tardó en experimentar «un proceso fuerte de fe», asegura el padre Miguel Díaz, hermano de congregación del santo belga. «Para los hawaianos, el contacto físico era de extrema importancia. Por eso Damián cambió y se expuso a la lepra física para curar la lepra moral. Esto era ser un buen sacerdote. Si ello significaba que había que tocar a los intocables, no dudó en hacerlo».
Tocar fue la decisión de su vida
Años después, Damián contó en sus cartas el panorama que se encontró al llegar: «La mitad de nuestra gente son como cadáveres vivientes, a los que los gusanos comienzan ya a devorar; primero por el interior y después por el exterior, formando llagas repelentes. El olor infecto que exhalan sus cuerpos y sus heridas a veces me hace difícil resistir durante la Misa y sermón. Su aliento también envenena el aire. Me ha costado mucho acostumbrarme». Un día se vio impulsado a abandonar el altar para respirar aire puro, «pero el recuerdo de nuestro Señor que abrió la tumba de Lázaro me retuvo».
Sin embargo, aunque tuvo un cuidado escrupuloso cuando llegó a Molokai, «se convenció de que no se puede ser buen misionero sin tocar las llagas de los leprosos. Esta decisión de acercarse y de ser uno de ellos fue la más arriesgada de su vida, pero también la más hermosa», asegura Díaz.
En los años siguientes comía del plato común, compartía su pipa con los adultos y jugaba con los niños, y no prohibió jamás a los leprosos entrar en su casa. Al padre Damián «le movió su fe, su generosidad y su prontitud en dar respuesta a lo que él sentía como llamada de Dios. Desde que hizo su profesión religiosa decía que ya tenía tomadas todas las decisiones de su vida. Siempre adelante, sin mirar nunca atrás, dispuesto a todo».
Durante su estancia en la isla construyó cabañas y capillas, hizo de carpintero, albañil, granjero, médico y enfermero. Levantó dos orfanatos y organizó fiestas para los enfermos. Cada dos meses iba un cura a confesarle desde un barco, para no contagiarse. Su secreto fue la adoración: «Sin el Santísimo Sacramento una posición como la mía no sería soportable. Pero teniendo a nuestro Señor a mi lado continúo siempre alegre y contento». Finalmente, su forma de vivir y dar la vida a los leprosos le hizo contraer la enfermedad. En 1885 asomaron los primeros síntomas: no sentía el calor del agua caliente en su piel. Supo lo que le esperaba: «Supongo que mi rostro pronto quedará desfigurado», pero «seguro como estoy de la realidad de mi enfermedad, permanezco tranquilo e incluso me siento más feliz entre mi gente. Dios sabe lo que más conviene a mi santificación».
Dos años después reconocía que «Dios ha querido aceptar mi sacrificio haciendo fructificar un poco mi ministerio entre los leprosos». El Lunes Santo de 1889 murió en su cama, esperando celebrar la Pascua ya en el cielo.
¿Qué legado deja hoy para nosotros? «La verdadera salvación, la alegría más profunda, nos viene de fuera. No de nosotros, sino de Dios, de Jesús, y de todas las personas de carne y hueso a las que servimos y amamos, como amaron Jesús y Damián», concluye Díaz.