10 de diciembre: santa Eulalia de Mérida, la niña malencarada cuya sangre cubrió la nieve
Eulalia de Mérida prefirió a Cristo antes que a Marte y el relato de su cruel martirio recorrió la cristiandad. Fue patrona de la Reconquista
«Por la calle brinca y corre / caballo de larga cola, / mientras juegan o dormitan / viejos soldados de Roma […] / De cuando en cuando sonaban / blasfemias de cresta roja. / Al gemir, la santa niña / quiebra el cristal de las copas. / Brama el toro de los yunques, / y Mérida se corona / de nardos casi despiertos / y tallos de zarzamora»: así contaba con sus versos Federico García Lorca la muerte de santa Eulalia, la virgen mártir de Mérida cuyo ejemplo de fe ante el martirio recorrió la cristiandad durante siglos.
Eulalia nació hacia el año 292 en Augusta Emérita, la Mérida actual, entonces una ciudad fundada por los romanos para dar descanso a los oficiales eméritos que habían combatido en la conquista de Hispania. Poco se sabe de la infancia de la niña o de su familia, pero lo cierto es que la comunidad cristiana a la que pertenecía se vio afectada por la persecución decretada por el emperador Diocleciano en el año 303, que se llevó por delante la vida de más de 3.000 fieles a lo largo de todo el Imperio.
Eulalia fue catequizada por el presbítero Donato y seguramente bautizada por el obispo Liberio, ambos víctimas a su vez de la persecución. Los padres de la niña, entonces de apenas 12 años, intentaron ponerla a salvo y la mandaron al campo, pero una noche decidió escaparse y volver a la ciudad. Al amanecer del 10 de diciembre del año 304 se presentó ante el tribunal del gobernador para confesarse cristiana. Lo que siguió después es común al relato de muchos mártires de aquellos años: un juez comprensivo que intenta dar al creyente una salida fácil: «Te salvarás de la muerte tan solo si sacrificas un poco de incienso a los dioses», escuchó Eulalia. «Yo solo adoro al Dios del cielo», respondió ella. El juez la llamó entonces «niña malencarada», quizá también porque la joven le llegó a escupir a la cara durante un momento del interrogatorio.
Todos conocían la sentencia; lo que nadie sabía era la insospechada crueldad con la que fue torturada Eulalia. El juez mandó hendir su carne azotándola con varillas de hierro y colocar sobre sus heridas antorchas ardiendo. Los verdugos cortaron sus pechos y luego la crucificaron. Todo ocurrió frente al templo dedicado a Marte, el ídolo al cual la virgen no quiso rendir culto. El poeta Prudencio contó apenas unas décadas más tarde que, tras la muerte de la mártir, una profusa nevada cubrió su cadáver, como un detalle del cielo que quisiera velar su cuerpo después de tanto ensañamiento.
El relato de su martirio se hizo tan popular que los cristianos de los siglos siguientes llevaron sus reliquias al reino de los astures para protegerlas de los musulmanes. Sus restos fueron venerados con devoción por las tropas de Don Pelayo, quien atribuyó a la intercesión de la santa su victoria en la batalla de Gijón. De hecho, Eulalia fue la primera patrona de Asturias y del territorio naciente que creció con la Reconquista, antes de que ese honor lo ocuparan san Millán y luego Santiago Apóstol.
Para Luis Miguel González, presidente de la Asociación de la Virgen y Mártir Santa Eulalia, la patrona de Mérida «no dudó en defender su derecho a vivir su fe en libertad, y lo hizo nada menos que ante un poder como el del Imperio romano. En este mundo en el que priman el materialismo y el individualismo, su testimonio nos habla de una fuerza especial: mientras algunos de sus coetáneos renegaban de sus creencias para conservar una vida plácida, ella prefirió entregar la suya por amor a Cristo».
El relato del martirio de santa Eulalia de Mérida y el de santa Eulalia de Barcelona parecen calcados, lo cual ha hecho suponer a muchos que este último no es más que una trasposición del primero. Ayuda a esta conclusión el hecho de que los primeros testimonios sobre la niña de Mérida se remontan ya al siglo IV, mientras que los de la catalana datan del siglo VII. En la actualidad, el Martirologio Romano recoge en el santoral a la mártir extremeña, mientras que la memoria de la otra queda para las celebraciones locales, dada la tradicional veneración que se le presta en la Ciudad Condal, cuya catedral acoge hoy su sepulcro.