De origen campesino, cuarto de cinco hermanos, el beato Giuseppe Allamano (1851-1926) tuvo la desgracia de perder muy pronto a su padres —tenía entonces tres años—, pero la fortuna de disponer —además de su madre— de tres referentes importantes en su vida: su maestra, Benedetta Savio; su tío, san José Cafasso, y, sobretodo, san Juan Bosco, en cuyo colegio de Turín estudió y en quien confió plenamente para su formación humana y espiritual.
Hubo, no obstante, una pequeña divergencia entre ambos: cuando el santo preguntó al beato si quería hacerse salesiano, Allamano evadió la respuesta, no atreviéndose a decir que ya sentía cómo Dios le llamaba para otros menesteres, por supuesto espirituales. El beato era aún joven y antes había que pasar por el seminario. Cumplió este requisito en Turín, recibiendo la ordenación sacerdotal en 1873. Se quedó en el seminario primero como formador y más adelante como director espiritual.
El punto de inflexión en su vida se produjo en 1880, cuando fue nombrado rector del santuario turinés Nuestra Señora de la Consolata. Allí volvió a brotar el impulso misionero que tenía desde sus años de seminario cuando se quiso ir y la salud se lo impidió. Ahora, redactó los estatutos y el ideario de un seminario específicamente misionero. Lo presentó pero sus superiores expresaron reservas.
El horizonte empezó a despejarse con motivo del nombramiento de su amigo el cardenal Agustín Richelmy como arzobispo de Turín. Aún hubo que esperar hasta 1902 para lograr la aprobación episcopal. Ese mismo año partieron hacia Kenia los primeros misioneros de la Consolata. La idea del beato Allamano progreso de forma imparable y en 1923 llegó la aprobación definitiva del Vaticano. Tres años después murió el beato. A día de hoy, el Instituto de Misioneros de la Consolata es una importante realidad de la Iglesia Misionera. Su fundador fue beatificado el 7 de octubre de 1990.