Envidia - Alfa y Omega

Los antiguos estoicos nos brindaron una definición de la envidia que ha disfrutado de gran fortuna: «Tristeza por los bienes ajenos». Esta fórmula expresa algo fundamental de tal inclinación, que no es mera emoción, sino muchas veces querencia consentida con concurso de nuestra libertad. Es un afecto particularmente mezquino, puesto que no solo denota nuestra carencia de ciertos bienes anhelados —cuando no un desatinado deseo de poseer más bienes de los que nos corresponden—, sino que también incluye un disgusto porque otra persona disponga de ellos.

Pero la definición estoica de la envidia requiere ser completada. En efecto, si fuera exacta, sería posible la así llamada «sana envidia». Si es envidia, no es sana. Como todo vicio, constituye una ponzoñosa enfermedad del alma que corroe las entrañas. Sin embargo, suele resultar saludable admirar los bienes del prójimo, sobre todo sus cualidades morales, y aun desearlos para uno. No siempre es torcido echar en falta cosas que otros poseen y nosotros carecemos: por ejemplo, nada hay de vicioso en el deseo de prole de un matrimonio sin hijos, ni siempre lo es la melancolía que padecen al verla en los demás. Lo que es más importante: el pesar que nos causa la virtud ajena de la cual nos reconocemos privados es ya un primer impulso hacia su conquista. Apetecer las mejores cualidades de los otros, lejos de ser oscura envidia, constituye un loable deseo de emulación. La envidia estriba en lamentar el bien del otro, con la consiguiente mala disposición con nuestro prójimo. En estos casos, en cambio, los demás son una ocasión para aspirar análogos bienes convenientes para nosotros, algo que no daña a nadie y —sobre todo cuando suspiramos por la virtud— puede beneficiar a todos.

Existe otra circunstancia en que entristecerse de los bienes ajenos no representa un vicioso movimiento del espíritu. Igual que nadie nos reprochará alegrarnos al saber que la Policía ha arrebatado a unos narcotraficantes sus armas, tampoco nos considerarán envidiosos porque nos aflijamos al conocer el monto de sus riquezas: no hay ahí verdadero disgusto con el bien ajeno, ya que la riqueza mal ganada y peor empleada no representa para estas personas ningún verdadero bien. Por estas razones, conviene modificar la definición y hablar de «tristeza injusta por los bienes ajenos». O quizá sería preferible la más larga y enojosa, pero también más precisa, dada por Aristóteles antes que por los estoicos: «Dolor por el notorio éxito de nuestros semejantes respecto de ciertos bienes, pero no por nuestro provecho, sino por ellos mismos». Para el filósofo griego, solo se envidian las cosas que pueden contribuir a la felicidad, a la plenitud de la vida. Tampoco se envidia a cualquier persona, sino a nuestros iguales: resultaría excéntrico incurrir en genuina envidia hacia personas muy alejadas de nosotros. Por ejemplo, la mayoría no solemos envidiar a las grandes estrellas por su celebridad ni a los más adinerados por sus exorbitantes caudales, pero sí puede llegar a mortificarnos la popularidad de un compañero de profesión o un ligero aumento en el patrimonio de un pariente. Por último, Aristóteles sí ciñe la envidia a una tristeza injusta, una desazón por el bien de que el otro disfruta merecidamente.

Querer el propio bien nada tiene de impuro, pero el envidioso yerra el tiro pensando que el mejoramiento ajeno está reñido con el propio. Hoy vivimos días de hipocresía en que todos presumen de altruismo, como si buscar el bien propio constituyera una mala inclinación. Ahí es el vicio quien se viste de virtud, puesto que una noble condición se regocija tanto en el bien ajeno como en el propio: la simpatía por los otros y un auténtico ánimo de concordia se huelgan por la prosperidad de los demás sin sentir escrúpulos por alegrarse de los propios.

Si los griegos nos proporcionaron tan jugosas reflexiones, fueron los cristianos quienes las completaron. Así, santo Tomás tuvo la envidia por vicio capital, es decir, fuente de ulteriores miserias espirituales. Eso le permitió al doctor medieval describir la envidia como un impulso de aversión al bien ajeno que principia por intentar disminuir dicho bien en la medida de lo posible, mediante la murmuración o la difamación. En segundo lugar, si logra rebajar el bien del prójimo, el envidioso experimenta alegría o bien; si fracasa, prosigue en su desolación por el éxito de la persona envidiada. Para tan pérfido regocijo como es el de quien se complace en el mal ajeno, existe en alemán la palabra Schadenfreude. Por último, según el Aquinate, el ímpetu de la envidia desembocaría en odio. Así devasta nuestra alma el amor propio desordenado por una indiscreta comparación con los demás, cegada por una insensata competencia con ellos. De tan ruines sentimientos líbrenos Dios.