«Nos necesitamos unos a otros» - Alfa y Omega

«Nos necesitamos unos a otros»

«Nos necesitamos unos a otros, necesitamos encontrarnos y confrontarnos guiados por el Espíritu Santo, que armoniza la diversidad y supera los conflictos», dijo el Papa en la tarde del domingo, al clausurar la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos en la Basílica de San Pablo Extramuros. En la víspera, el Papa se encontró con los participantes de un encuentro ecuménico de religiosas y religiosos

Redacción

Jesús es la fuente de Agua viva que apaga la sed de amor, de justicia y libertad.

Ante una multitud de hombres y mujeres cansados y sedientos, los cristianos estamos llamados a ser evangelizadores, dijo Francisco en las segundas Vísperas de la Solemnidad de la Conversión de san Pablo Apóstol. «Todos estamos al servicio del único y mismo Evangelio», señaló Francisco,

Jesús nos impulsa a rogar el don de la comunión plena de todos los cristianos, sedientos de paz y fraternidad, para que brille «el sagrado misterio de la unidad de la Iglesia» como signo e instrumento de reconciliación para el mundo entero.

El Papa se refirió finalmente al ecumenismo de la sangre, y recordó «a todos nuestros mártires perseguidos y asesinados porque son cristianos». Así concluyó su homilía, en la que dirigió un saludo a los representantes del Patriarcado Ecuménico, del arzobispo de Canterbury, y los representantes de las diversas Iglesias y comunidades eclesiales.

Encuentro ecuménico de religiosos y religiosas

En estos saludos, Francisco incluyó a los religiosos y religiosas de diferentes Iglesias y comunidades eclesiales que han participado estos días en un encuentro ecuménico, organizado por la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, en colaboración con el Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, con ocasión del Año de la vida consagrada.

Al recibirles el día anterior, el Papa les alentó a «trabajar infatigablemente por la paz y la reconciliación entre todas las Iglesias y las comunidades cristianas», y subrayó la importancia para la unidad de los cristianos de la vida consagrada, que «nos muestra precisamente que esta unidad no es fruto de nuestros esfuerzos, sino que es un don del Espíritu Santo, que realiza la unidad en la diversidad. Ésta nos revela que la unidad puede lograrse sólo si caminamos juntos, si recorremos el camino de la fraternidad en el amor, en el servicio, en la acogida recíproca».

No hay unidad sin conversión, sin oración y sin santidad de vida, añadió. «La vida religiosa nos recuerda que en el centro de toda búsqueda de unidad, y por lo tanto de todo esfuerzo ecuménico, está ante todo la conversión del corazón que conlleva el pedido y la concesión del perdón».

El Papa animó a los religiosos a sostener con su oración «la unidad de los cristianos y traducir esta oración en las conductas y gestos cotidianos».

Y sobre la santidad de vida a la que están llamados todos los bautizados, único camino hacia la unidad, Francisco resaltó que «tanto mejor promoverán y realizarán la unión de los cristianos, cuanto más se esfuercen en llevar una vida más pura, según el Evangelio. Porque cuanto más se unan en estrecha comunión con el Padre, con el Verbo y con el Espíritu, tanto más íntima y fácilmente podrán acrecentar la mutua hermandad».

RV / Redacción

Texto de las palabras del Papa

En viaje desde Judea a Galilea, Jesús pasó por Samaría. Él no tiene ninguna dificultad en encontrarse con los samaritanos, considerados herejes, cismáticos, separados de los judíos. Su actitud nos dice que confrontarse con los que son diferentes de nosotros puede hacernos crecer.

Jesús, cansado del viaje, no duda en pedir de beber a la mujer samaritana. Su sed, sin embargo, va mucho más allá de la sed física: es también sed de encuentro, deseo de entablar un diálogo con aquella mujer, ofreciéndole así la posibilidad de un camino de conversión interior. Jesús es paciente, respeta a la persona que tiene ante él, se revela a ella gradualmente. Su ejemplo alienta a buscar una confrontación pacífica con el otro. Para entenderse y crecer en la caridad y en la verdad, es preciso detenerse, acogerse y escucharse. De este modo, se comienza ya a experimentar la unidad.

La mujer de Sicar pregunta a Jesús sobre el verdadero lugar de adoración a Dios. Jesús no toma partido en favor del monte o del templo, sino que va a lo esencial, derribando todo muro de separación. Él se refiere a la verdad de la adoración: «Dios es espíritu, y los que adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad» (Jn 4,24). Muchas controversias entre los cristianos, heredadas del pasado, pueden superarse dejando de lado cualquier actitud polémica o apologética, y tratando de comprender juntos en profundidad lo que nos une, es decir, la llamada a participar en el misterio del amor del Padre, revelado por el Hijo a través del Espíritu Santo. La unidad de los cristianos no será el resultado de refinadas discusiones teóricas, en las que cada uno tratará de convencer al otro del fundamento de las propias opiniones. Debemos reconocer que, para llegar a las profundidades del misterio de Dios, nos necesitamos unos a otros, necesitamos encontrarnos y confrontarnos bajo la guía del Espíritu Santo, que armoniza la diversidad y supera los conflictos.

Poco a poco, la mujer samaritana entiende que quien la ha pedido de beber, puede saciarla. Jesús se le presenta como la fuente de la que brota el agua viva que apaga para siempre su sed (cf. Jn 4, 13-14). La existencia humana revela aspiraciones ilimitadas: la búsqueda de la verdad, la sed de amor, de justicia y libertad. Son deseos satisfechos sólo en parte, porque desde lo más profundo de su ser el hombre se mueve hacia un «más», un absoluto capaz de satisfacer su sed de manera definitiva. La respuesta a estas aspiraciones la da Dios en Jesucristo, en su misterio pascual. Del costado traspasado de Jesús fluyó sangre y agua (cf. Jn 19, 34): Él es la fuente de la que brota el agua del Espíritu Santo, es decir, «el amor de Dios derramado en nuestros corazones» (Rm 5, 5) el día del Bautismo. Por obra del Espíritu, nos hemos convertido en uno con Cristo, hijos en el Hijo, verdaderos adoradores del Padre. Este misterio de amor es la razón más profunda de unidad que une a todos los cristianos, y que es mucho más grande que las divisiones que se han producido a lo largo de la historia. Por esta razón, en la medida en que nos acercamos con humildad al Señor Jesucristo, nos acercamos también entre nosotros.

El encuentro con Jesús transforma a la mujer samaritana en una misionera. Al haber recibido un don más grande e importante que el agua del pozo, la mujer deja allí su cántaro (cf. Jn 4, 28) y corre a decir a sus conciudadanos que ha encontrado al Cristo (cf. Jn 4, 29). El encuentro con él le ha devuelto el sentido y la alegría de vivir, y ella siente el deseo de comunicarlo. Hoy existe una multitud de hombres y mujeres cansados y sedientos, que nos piden a los cristianos que les demos de beber. Es una petición a la que no podemos sustraernos. En la llamada a ser evangelizadores, todas las Iglesias y Comunidades eclesiales encuentran un ámbito fundamental para una colaboración más estrecha. Para llevar a cabo este cometido con eficacia, se ha de evitar cerrarse en los propios particularismos y exclusivismos, así como imponer uniformidad según los planes meramente humanos (cf. Exhort. ap., Evangelii gaudium, 131). El compromiso común de anunciar el Evangelio permite superar toda forma de proselitismo y la tentación de la competición. Todos estamos al servicio del único y mismo Evangelio.

Con esta gozosa certeza, dirijo mi saludo cordial y fraterno a Su Eminencia el Metropolita Gennadios, representante del Patriarcado Ecuménico, a Su Gracia David Moxon, representante personal en Roma del Arzobispo de Canterbury, y a todos los representantes de las diversas Iglesias y Comunidades eclesiales reunidos aquí en la Fiesta de la Conversión de San Pablo. Además, tengo el placer de saludar a los miembros de la Comisión Mixta para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas orientales, a quienes deseo un trabajo fructífero para la sesión plenaria que tendrá lugar los próximos días en Roma. Saludo también a los estudiantes del Ecumenical Institute of Bossey y a los jóvenes que se benefician de las becas ofrecidas por el Comité de Colaboración Cultural con las Iglesias ortodoxas, que actúa en el Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos.

También están hoy presentes aquí religiosos y religiosas pertenecientes a diferentes Iglesias y Comunidades eclesiales, que han participado estos días en un encuentro ecuménico, organizado por la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, en colaboración con el Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, con ocasión del Año de la vida consagrada. La vida religiosa, como profecía del mundo futuro, está llamada a ofrecer en nuestro tiempo el testimonio de esa comunión en Cristo que va más allá de toda diferencia, y que está hecha de decisiones concretas de acogida y de diálogo. En consecuencia, la búsqueda de la unidad de los cristianos no puede ser prerrogativa sólo de alguna persona o comunidad religiosa particularmente sensible a esta problemática. El conocimiento mutuo de las diferentes tradiciones de vida consagrada, y un fecundo intercambio de experiencias, puede ser útil para la vitalidad de todas las formas de vida religiosa en las diversas Iglesias y Comunidades eclesiales.

Queridos hermanos y hermanas, hoy nosotros, que estamos sedientos de paz y fraternidad, invocamos con corazón confiado que el Padre celestial, por medio de Jesucristo, único Sacerdote, y la intercesión de la Virgen María, el apóstol Pablo y todos los santos, nos dé el don de la plena comunión de todos los cristianos, para que pueda brillar «el sagrado misterio de la unidad de la Iglesia» (Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 2), como signo e instrumento de reconciliación para el mundo entero.