Esta semana he recibido una gran alegría. En el coro de la Misa de doce se ha incorporado mi querido Ángel. A sus 50 años le vi aparecer en el coro, con su chaqueta y corbata, con su carpeta de partituras, rostro solemne y aseado, y como uno más, interpretó airosamente los cantos litúrgicos de la Misa. Lo que no saben sus compañeros de coro es que ese hombre tan apuesto hace un año dormía en la calle, bajo el puente de Vallecas, y solo quería suicidarse.
El cambio producido en él, es digno de un capítulo aparte en un tratado de psicología. Hace más de un año había salido de la cárcel, y como había roto con su pareja sentimental y su familia no respondía por él, solo le quedaban la bebida, las drogas y la mala vida. Pero no tenía ya fuerzas para vivir. Lo único que hacía era llorar. Ni siquiera tenía fuerzas para venir al comedor social. Tirado en la calle como una lata de cerveza vacía, esperaba la muerte. Le recogimos en la residencia dándole cama, comida, horarios y, sobre todo, amistad.
Poco a poco se fue animando y tomando la residencia como algo suyo. Sacaba la basura, limpiaba platos, hacía recados. Se sentía –y se siente– como en su casa. El servir a los demás renovaba vida. Unido al Señor en la Eucaristía comenzó a cuidar su vida interior, confesándose con frecuencia. Cada mes, en el retiro espiritual ofrece su emocionante testimonio. Él ya no llora, ahora lloran todos al escucharle.
Actualmente vive en una habitación, tiene algunos trabajos temporales, y, sobre todo, es un voluntario de primera. Siempre disponible para todo. Tan dispuesto y animado está que lo último ha sido apuntarse al coro. Estoy seguro de que al Señor su canto le suena a nuevo. Es la novedad de un corazón nuevo, limpio y agradecido. Es posible la conversión y comenzar de nuevo.