El exilio del saber
¿Cómo se puede entender que Juan Andrés y Morell, el jesuita admirado por Goethe, el padre de la Historia universal y comparada de la Literatura, el hombre de saber enciclopédico que asombró a Europa, sea un perfecto desconocido para la mayoría de sus compatriotas?
Cuando un aplauso contundente y prolongado hace un par de semanas clausuraba el Congreso Internacional Juan Andrés y la Escuela Universalista Española, el encendido público no solo premiaba la labor de los organizadores Pedro Aullón de Haro y Jesús García Gabaldón, sino que manifestaba su emoción por las conclusiones a las que habían llegado los investigadores de más de una decena de países. Nunca se había proclamado con tal rotundidad y razón que el exilio intelectual de los jesuitas, consiguiente a su expulsión de los territorios de la Corona española por Carlos III, había dado origen a una tardía pero brillante Ilustración humanista, de radical sentido empírico además de cristiano que por vez primera expresaba una concepción integradora e histórica del hombre, el mundo y el saber. Que la cultura levantada por los españoles no era la pariente pobre de una Europa de las Luces ni la vieja caverna del fanatismo religioso, enemigo de la funesta manía de pensar. En fin, que los españoles habían pensado mucho y bien, que la Iglesia en absoluto se oponía al progreso, y que África no comenzaba en los Pirineos.
La fecundidad del exilio
El exilio es una de las manifestaciones más hondas y trágicas de la historia. En España hay una crónica de intolerancia y de sangre, de destierro y de llanto, un pasado doliente que ha arrancado parte de sus raíces y ha obligado a muchos españoles a vivir transterrados, sobremuriéndose. Una historia como una larga herida. Sin embargo, muchas de las más importantes realizaciones de la humanidad han venido del exilio. Antes de alzar su palabra decisiva, los creadores de las grandes religiones –Buda, Cristo, Mahoma– se internaron primero en el silencio del desierto, en el no estar con los hombres. También fueron fecundos el destierro de Séneca, la deportación de Maimónides y Averroes, las mazmorras de Cervantes, la sordera de Goya.
«Quienes cruzan el mar cambian de cielo pero no de alma», había escrito Horacio, otro exiliado, y efectivamente no mudaron de alma los jesuitas expulsados de España y América en 1767, tras su angustiosa travesía mediterránea y su disolución por el Papa Clemente XIV, seis años más tarde. Con los más ancianos como el padre Isla, el primer novelista español de su época, son desgajados del tronco secular de España numerosas gentes de letras, hombres pletóricos de vitalidad, admirables por su ciencia y su cultura, que se llevan consigo no solo su dolor abismal sino también la semilla de algunas de las obras más arrebatadoras y avanzadas del pensamiento europeo. Viviendo gran parte de su vida en Italia, usando la lengua de Dante en armónica alternancia con el castellano y el latín, todos sus escritos están condicionados por el clima intelectual en que nacieron: el del pleno triunfo neoclásico y su angustioso final, cuando las conquistas de Napoleón y las sacudidas revolucionarias empujan al ocaso el viejo humanismo.
Al rescatar del olvido uno de los momentos cumbres de la cultura hispánica y del humanismo moderno volvemos a leer entristecidos lo escrito por Lope de Vega durante el reinado de los Austrias: «¡Oh patria! Cuántos hechos, cuántos nombres, / cuántos sucesos y victorias grandes… / Pues que tienes quien haga y quien te obliga, / ¿por qué te falta, España, quien lo diga?».
¿Cómo se puede entender que Juan Andrés y Morell, el jesuita admirado por Goethe, el padre de la Historia universal y comparada de la Literatura, el hombre de saber enciclopédico que asombró a Europa, sea un perfecto desconocido para la mayoría de sus compatriotas? Y decenas y decenas de intelectuales desterrados, perdedores que siempre mueren más veces. Si ahondáramos en el exilio jesuítico del siglo XVIII descubriríamos cosmógrafos, matemáticos, filósofos, lingüistas, astrónomos, meteorólogos, físicos, etnólogos, geógrafos, críticos de arte, botánicos, biólogos, latinistas, hombres de jurisprudencia y ciencia legal… Es Lorenzo Hervás, el humanista integral, el creador de la lingüística moderna, cuyo Catálogo de las lenguas suscita en su época admiración universal. Es Antonio Eximeno, el Newton de la música, el matemático revolucionario que formuló el concepto de expresión en estética adelantándose un siglo al filósofo Benedetto Croce. Toda una pléyade de ilustrados que con su talento y esfuerzo alzaron una patria común, hermoseada con los frutos del saber, la precisión de la ciencia y la conmovedora humanidad de la literatura.
Hoy en pleno centro de Madrid, en la Biblioteca Histórica que guarda fondos del antiguo Colegio Imperial de los jesuitas, una exposición recuerda a estos patriotas sin patria, a estos ilustrados sin reconocimiento popular, a estos españoles que a través del tesoro de sus manifestaciones literarias y científicas confirman la existencia de una personalidad nacional, más allá de cualquier empeño político por impugnarla, más allá de toda desidia ciudadana para preservarla.