«No confíes en nadie». Tuve que volver a mirar los carteles que empapelaban el andén del Metro. Anunciaban el inminente estreno de una serie televisiva. No entendí por qué ese mandato negativo tendría que ayudar a identificar la serie. No la he visto. Quizá por ello mis pensamientos tomaron otro rumbo, mientras me subía al vagón.
Tanto el Papa Francisco como Benedicto XVI sostienen que hemos entrado en algo más que en una época de cambios. Estamos ante un verdadero «cambio de época». ¿Qué supone hablar de un cambio de época? Es imposible precisarlo en pocas líneas. La severa advertencia contra la confianza me trajo a la mente las opiniones de algunos analistas sobre la Europa de nuestros días. Zygmunt Bauman alude a la inseguridad debida a la pérdida de los vínculos humanos y sociales: «Las raíces de la inseguridad son muy profundas. Se hunden en nuestro modo de vivir, están marcadas por el debilitamiento de los vínculos interpersonales, el desmoronamiento de las comunidades, la sustitución de la solidaridad por la competencia sin límites, la tendencia a confiar en manos de los individuos la solución de problemas de mayor calado». Antes que denunciar las amenazas exteriores –que las hay, y algunas muy graves, baste pensar en el terrorismo– Bauman señala el deterioro del tejido personal y social que ha sostenido a Europa durante siglos y que ahora se traduce en una inseguridad sobre todos los aspectos de la vida. Por su parte, Máriam Martínez-Bascuñán alude a una pérdida de confianza: «La confianza ciudadana se desvanece. Y este, más que cualquier otro, es el rasgo común a la mayoría de las democracias occidentales […]. Asistimos a la erosión acelerada de los fundamentos esenciales de un orden liberal que había mantenido viva la posibilidad de ofrecer alternativas políticas hasta la llegada del mundo globalizado».
El activo subestimado
En realidad, ya hace años, una de las grandes consultoras internacionales se preguntaba cómo superar la crisis, y apelaba a la confianza, designándola nada menos que como «el activo subestimado». Se hacían afirmaciones de este tenor: «En la reciente crisis financiera se ha demostrado la importancia vital de la confianza, así como las graves consecuencias que se siguen para la prosperidad económica cuando se ve minada por comportamientos que la gente percibe como traición de la confianza […]. La confianza no aparece en la cuenta de resultados ni en ningún informe financiero. Por eso, el resultado es que se la ignora ampliamente en estos momentos en que resulta más decisiva que nunca. Subestimar la confianza es un error fundamental».
Parece necesario recuperar la confianza para la actividad económica, para la política, y sin duda para la vida cotidiana. ¿Cómo se hace? ¿Quién lo puede lograr? No olvidemos que esta misma sociedad occidental en que vivimos ha ido elaborando una tradición de pensamiento y de vida que separa profundamente la razón de la confianza. ¿Qué puede permitir entonces la recuperación del vínculo entre la confianza personal y un conocimiento verdadero?
La pregunta requeriría aclarar muy bien las condiciones necesarias para que la confianza no degenere en credulidad o superstición. No es tarea menor. Dándola por supuesta, me limito a subrayar que el anuncio del Evangelio no propone simplemente un tema religioso sino que permite contribuir al bien de todos en la medida en que comporta un acto de confianza. Sin él no se puede conocer a Jesús de Nazaret, quien revela el rostro definitivo de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, y con ello el significado de la vida y de la historia. El testimonio eclesial, al suscitar confianza, posibilita que ese anuncio llegue hasta los hombres de hoy. Son como dos caras de la misma moneda: en la medida en que vivimos y comprendemos los contenidos de la «fe que actúa por la caridad» servimos al bien común, porque recibimos y ofrecemos aquello que todos necesitamos: una forma singular de experiencia humana que vive de la confianza, que da confianza, que hace crecer y fortalece la confianza. Serían innumerables los ejemplos de este «servicio cristiano a la confianza». El incremento de 25.000 voluntarios de Cáritas en los últimos años nos hace, efectivamente, confiar en que hay respuestas para la crisis.
Antes de que concluya el Año de la Misericordia no será inútil añadir que el abrazo incondicional del amor de Dios permite recuperar la confianza no solo cuando un hombre parece no merecerla ya por parte de los demás, viéndose excluido de la sociedad, sino cuando es uno mismo el que se juzga indigno de confianza. De esto también tenemos experiencia los hombres cristianos. Por ello no nos extraña que el refranero esté cargado de dichos contra la confianza. Todos hemos recelado así alguna vez. En el fondo sería lo normal, vista la cantidad de decepciones que arrastra un adulto cualquiera. Por eso valen tanto los momentos en que nos sorprendemos llenos de gratitud ante aquellos vínculos inconfundibles que transmiten una confianza ilimitada. Nos siguen haciendo acordarnos de Dios, también en el Metro…