El terrorismo islámico ha golpeado este viernes el corazón de París, el corazón de Europa y el corazón de millones de ciudadanos, creyentes y no creyentes, que se sienten impotentes, irritados y desconcertados ante la acción del mal.
No hay justificación posible, ni política, ni ideológica, ni geoestratégica, ni económica, ni mucho menos religiosa, a la violencia y al odio. El mal, incluso aquel que es largamente planificado y meditado como estos atentados de País, tiene algo de irracional, de inhumano. Es la muestra más evidente de hasta qué punto el hombre se desnaturaliza, porque su naturaleza deja de ser reflejo de su Creador, que nos hizo a su imagen y semejanza, y pone en el rostro de la persona la mueca deforme y nauseabunda de Satanás.
El atentado de este viernes en París es una realidad cotidiana en países como Siria e Irak, pero el estupor que ha causado en Europa no se debe sólo a que hayamos visto de cerca la muerte y la acción depravada del terrorismo yihadista. Se debe, sobre todo, a que nadie puede acostumbrarse al sufrimiento de un inocente y al misterio del mal.
La pregunta vuelve a surgir: ¿Dónde estaba Dios la noche del viernes en París?
Desde luego, no en la acción de los terroristas que mataban en su Nombre. Nada hay más ajeno al Dios verdadero que la destrucción de sus hijos y de sus criaturas. El Magisterio de la Iglesia recuerda que los musulmanes se dirigen al mismo Dios Padre que los cristianos. Y Dios es amor.
Tampoco estaba en los arrebatos de ira y de racismo visceral que estas acciones suelen hacer surgir hasta en personas de bien, aunque no lo exterioricen. El odio incrementa el odio, porque es el alimento del diablo.
Y desde luego, no estaba de brazos cruzados mirando para otro lado, insensible a lo que les suceda a los hombres.
¿Dónde estaba Dios, entonces? ¿Es el mal una muestra de que no existe?
En absoluto. La noche del viernes, Dios estaba siendo asesinado por la libertad mal empleada. Dios fue hecho rehén y fue muerto. Fue degollado, tiroteado, graneado. Dios estaba consolando y compadeciendo (padeciendo con) a cada familiar y amigo afectado de lleno por los terroristas. Dios estaba gritando desagarradoramente silencioso en cada sagrario, llorando en el Sacramento para que los terroristas no atentasen. Dios estaba preso de su amor, que dio libertad a los hombres. Dios estaba, de nuevo, crucificado en el dolor.
Y estaba, y está, en el corazón de todos los hombres y mujeres que no desean devolver mal por mal. Que anhelan la paz y la justicia. Que desean que a los asesinos se les frene, no por sed de venganza, sino por deseo de concordia.
El misterio del mal nos pone ante nuestras propias limitaciones. Por eso, ante el misterio del mal es necesario rezar. Rezar por las víctimas y por sus familias. Y rezar para que los yihadistas se conviertan. Pero de verdad. No sólo para que dejen de matar, sino para que no condenen su alma. Los cristianos no deseamos ver arder en el infierno a los asesinos del Estado Islámico, sino verlos arrepentidos con un corazón contrito, pidiendo perdón por el daño causado, pagando justamente sus crímenes y sabiéndose abrazados por el amor misericordioso de Jesucristo, que también murió por ellos.
La guerra que ha declarado el Estado Islámico a occidente es, ante todo, el reflejo de la batalla diaria que se libra en incontables frentes entre el Bien y el Mal, entre los hijos de la Luz y los hijos de las Tinieblas, entre la odiosa ira del diablo y el amor incontenible del Padre. En este momento histórico, los hijos de la Iglesia y todos los hombres y mujeres de buena voluntad estamos necesitados y apremiados a contrarrestar nuestra impotencia con la omnipotencia de Dios. Consolemos a los afectados, recemos por las víctimas y pidamos a Dios por la conversión radical de los asesinos. Y por la nuestra, para que podamos vivir y sentir como el Cordero, que dio su vida por todos, buenos y malos, hasta que un día podamos disfrutar todos juntos del amor y compañía de nuestro Padre común. Sólo el que es todo Amor y Justicia, el que ya ha vencido al pecado y a la muerte, puede derrotar a quienes nos atormentan con su odio.