En su casa - Alfa y Omega

En su casa

XIV Domingo del tiempo ordinario

Juan Antonio Martínez Camino
Cristo enseñando en la sinagoga de Nazaret. Monasterio Visoki Decani (Kosovo)

Estar en casa es muy bueno. Los humanos necesitamos un lugar donde reposar, donde respirar tranquilos, donde vivir a gusto, en un ambiente acogedor y protegido. La casa propia es como un oasis en medio de desierto. Porque, a veces, el mundo se presenta hostil. Tanto las condiciones climáticas como las sociales no siempre son favorables. Por eso, es tan vital el hogar familiar o la casa en la que vivir. En casa podemos florecer.

Es triste no tener casa. Es dramático lo que les pasa a algunas familias que pierden su casa: una lesión muy seria a la dignidad humana. Lo mismo sucede con la casa común de la Humanidad. No deberíamos perderla, ni siquiera ponerla en peligro. Lo acaba de recordar el Papa Francisco en su segunda encíclica, Laudato si. La naturaleza es como la casa común de todos los hombres. No podemos ser irresponsables con ella, maltratándola al antojo de una voluntad desmedida de poder.

Además de la casa familiar y de la casa universal, existe también la casa personal. Los individuos tampoco vivimos a la intemperie de los deseos o de la voluntad para organizar a nuestro arbitrio nuestras condiciones de vida. Tenemos también una naturaleza personal, que merece reconocimiento y cuidado. Es irresponsable hacer cualquier cosa con nuestro cuerpo y con nuestras relaciones. Hemos de cuidar también la ecología personal, porque, si no, lesionamos nuestra dignidad y hacemos más difícil, o incluso imposible, nuestra propia vida y la de los demás.

Jesús se queja, dolorido, de que no fue bien recibido precisamente «en su casa», en su pueblo de Nazaret. «No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa». Son palabras inquietantes, que nos advierten de la fragilidad de nuestra vida en el mundo.

Ni siquiera en casa podemos estar del todo tranquilos. También allí se halla presente el enemigo de Dios y del hombre. Es más, justo en casa es donde el mal actúa de modo más peligroso, sibilino y persistente. La casa de la propia persona se halla amenazada por la soberbia del corazón. En la casa familiar anida el demonio de la discordia entre los padres y de la envidia entre los hermanos. Los pueblos se dividen en grupos y se enfrentan violentamente con otros pueblos con pretextos diversos que ponen en peligro la casa universal. También la Iglesia, la casa del Señor, es profanada a veces, incluso para dar pábulo al pecado público bajo la falsa apariencia de la caridad personal.

Pero no perdemos nunca la esperanza. Sabemos que nuestra casa verdadera es la casa del Padre, el Creador infinitamente bueno, que nos ha preparado el camino de la victoria. El desprecio que Jesús sufrió en su casa de Nazaret no era más que un adelanto del rechazo que lo iba a llevar en Jerusalén a la Cruz y a la Gloria. Aunque se derrumbe nuestra casa terrenal, tenemos una mansión eterna en el Cielo. Movidos por la fuerza de esta fe, no nos cansamos nunca de comenzar siempre de nuevo en el cuidado de nuestras casas de este mundo.

Evangelio / Marcos 6, 1-6

En aquel tiempo, fue Jesús a su tierra en compañía de sus discípulos. Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada:

«¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? ¿Y sus hermanas, no viven con nosotros aquí?»

Y desconfiaban de Él.

Jesús les decía:

«No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa».

No pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos, y se extrañó de su falta de fe.