Los mártires madrileños de los años 30, «modelo de fidelidad a Jesucristo»
La diócesis de Madrid presenta el Martirologio matritense del siglo XX, la recensión más completa de los sacerdotes y seminaristas mártires de los años 30, «modelo de fidelidad a Jesucristo»
«El párroco de Pinto se escapó pero mi tío se quiso quedar», afirma Teresa Esteban, sobrina del sacerdote Manuel Calleja, que encontró el martirio junto a su padre, José Calleja, el 27 de julio de 1936. Teresa nació 20 años más tarde, pero en su casa han estado siempre muy presentes las figuras de su tío y de su abuelo. «Mi tío iba a decir Misa a las monjas y mi abuelo lo acompañaba porque días antes le habían apedreado e insultado. Los detuvieron y los llevaron a un teatro junto a más personas». Días después los dejaron en libertad a todos, pero al rato los encontró una cuadrilla de milicianos. «Los fusilaron y los enterraron en un agujero al lado de la vía del tren. Después fueron a por mi abuela, que cogió a mi madre y a un hermano pequeño y logró escapar». Hoy, Teresa reconoce que «mi madre recordaba siempre todo aquello con dolor, pero también con muchas ganas de que un día fuesen beatificados. Siempre hemos sido totalmente conscientes de que mi tío y mi abuelo son mártires, y ahora están en proceso de ser reconocidos por la Iglesia como tales». Y remata con orgullo: «Soy sobrina y nieta de mártires».
El testimonio de Manuel Calleja y su padre, José, está recogido en el Martirologio matritense del siglo XX, que acaba de ver la luz en la BAC. «Por fin contamos con una visión panorámica suficientemente documentada y contrastada de los sacerdotes y seminaristas mártires en Madrid», afirmó recientemente el obispo auxiliar Juan Antonio Martínez Camino, principal impulsor de la obra.
El Martirologio da fe de la vida y la muerte de 427 seminaristas y sacerdotes mártires en Madrid en los años 30, y es fruto de cuatro años de trabajo de un equipo de quince personas, sacerdotes y laicos, cuya principal dificultad ha sido recabar información fiable después de 80 años o más. «Ha sido arduo y minucioso el trabajo de visitar distintos archivos, no solo el diocesano, pues de algunos sacerdotes en él no consta nada; por eso ha habido que visitar archivos de algunas parroquias, ayuntamientos y de otras instituciones», señala Joaquín Martín Abad, uno de los primeros colaboradores del proyecto, que se refiere a esta obra como «una ingente tarea» en la que también «se ha trabajado con paciencia para localizar a familiares, en ocasiones comenzando por los listines telefónicos».
«Perdono a todos»
Uno de estos familiares es Santiago de la Villa, a quien se le saltan las lágrimas en medio de la conversación. «El martirio de mi tío Clementino ha estado siempre presente en mi familia», dice. «Mi padre, su hermano, hablaba poco de ello porque lo llevaba mal, abría de nuevo las heridas».
A Clementino de la Villa, párroco de Oteruelo del Valle, le mataron junto a otros sacerdotes de la sierra entre los puertos de Navacerrada y Cotos. Se conserva una nota escrita por él en la cárcel en la que dice: «Me despido hasta la eternidad de todos. Rogad por mí, no me abandonéis. A Dios para todos. Perdonadme, como yo perdono a todos. Recuerdo el rosario que he rezado todas las noches sin cesar. El Señor me da dolor y gracia en esta hora». De su muerte, su familia se enteró bastante avanzada la guerra, pero siempre recordó su martirio «con perdón», dice enérgico Santiago. «Le rezamos, pero sobre todo yo rezo por su pronta beatificación. Es un reconocimiento necesario, algo que se les debe».
Lo mismo opina Carmen Bonell, de 98 años, sobre su tío, el sacerdote Jesús María y Arroyo, capellán de las Concepcionistas de La Latina, a quien delató una antigua empleada de la familia: «Nosotros no vivimos todo aquello con rencor, pero sí con muchísimo dolor, ni siquiera pudimos encontrar su cuerpo. Todo aquello fue un horror que quisimos olvidar, pero yo he perdonado», asegura.
Material para nuevas causas
De los 427 mártires recogidos en esta obra, 355 eran sacerdotes con oficio eclesiástico en la diócesis de Madrid-Alcalá —24 eran capellanes castrenses y once eran seminaristas—, y los 72 restantes eran sacerdotes o seminaristas que vivían en la capital, que habían venido a esconderse o fueron traídos aquí por sus verdugos. Sus edades oscilan entre los 16 y los 94 años; de casi la mitad de ellos no se sabe dónde fueron enterrados y no se han encontrado sus restos. Y entre todos ellos hay un santo y cinco beatos.
Muchos de ellos —junto con varios familiares seglares— se hallan ya camino de los altares, incluidos en tres causas de referencia: las que encabezan Ignacio Aláez y Cipriano Martínez Gil, que se abrieron en Madrid y ya están en Roma para su estudio, y la de Eduardo Ardiaca Castell, abierta en Alcalá de Henares y que se enviará próximamente a la Congregación para las Causas de los Santos.
«El Martirologio sin duda servirá para iniciar con nuevos grupos otras causas, e incluso podrán ir seglares que no están recogidos en esta obra», señala Joaquín Martín Abad, que avanza que «ya se está preparando un grupo de un centenar de mártires para iniciar una nueva causa y que se pueda comenzar la instrucción del proceso en su fase diocesana; para ello se necesita que se presenten muchos más datos de cada uno de los mártires de los que ya aparecen brevemente en este elenco de biografías».
Acto supremo de la caridad
Esta obra inicia ahora sus recorrido de presentaciones: el lunes 27 de mayo la presentará el cardenal Osoro en el Seminario Conciliar de Madrid, a las 19:30 horas. Y el jueves 30, el historiador Vicente Cárcel Ortí hará lo propio en Roma, en la Iglesia nacional española de Santiago y Montserrat. «Sin duda este trabajo ayudará a valorar la fidelidad de tantos mártires en el siglo XX en España, que muestra la vitalidad de la Iglesia en ese tiempo, ya que el martirio es el ejercicio más pleno de la libertad humana y el acto supremo de la caridad cristiana. San Agustín repetía que lo que hace al mártir no es la condena ni el tormento, sino la causa o el motivo: Jesucristo», dice Martín Abad, para quien estos testigos de nuestra fe «nos impulsan a todos a una fidelidad mayor a Jesucristo, y a servir a la Iglesia para la salvación del mundo cuando nos enteramos y nos acercamos a cómo vivieron su vida y cómo la entregaron por amor a nuestro Señor».
Señales de Su amor
Julio Calles Cuadrado, coadjutor de Canillas
En 1933 escribe a sus parientes que le insultan por la calle y le llaman «cuervo», y explica que «nadie puede llegar a la extrema felicidad sin padecer», que todas las tribulaciones «nos vienen de Dios y son señales de su amor». El 12 de agosto de 1936 es avisado de que la Casa del Pueblo ha decidido su muerte para el día siguiente, pero Julio decide permanecer en la parroquia. Pasa la madrugada orando y celebra la Eucaristía. Por la mañana un grupo de milicianos lo mete en un saco y le clavan horcas y cuchillos hasta matarle. Su cuerpo nunca fue encontrado.
Ignacio González Serrano, párroco de Collado Villalba
«¿Te mantienes en tu propósito de ser sacerdote?», le preguntaron a don Ignacio durante la quema de conventos de 1931. «¡Ahora más que nunca!», respondió. El 20 de julio de 1936, su iglesia aparece rodeada de milicianos, pero él se sube al campanario y toca llamando a Misa. Le interrumpen en medio de la celebración y le detienen durante dos meses. Le dan tareas para humillarlo y él las cumple sin quejarse, y a veces hasta se presenta voluntario. El 27 de septiembre le llevan a la checa de la calle Fomento, y al día siguiente le llevan al cementerio de Vallecas para fusilarlo.
Santos Álvarez Molaguero, consiliario de Acción Católica
Trabajaba también en la Biblioteca Nacional como director de la sección de libros raros, para hacer presente a la Iglesia en el mundo de la cultura, por lo que siempre llevaba sotana. Estando de vacaciones en un pueblo de Palencia, escucha las noticias de la persecución, y que dos jóvenes de Acción Católica han sido asesinados. Desoyendo el consejo de su familia, decide volver a Madrid para estar con los jóvenes perseguidos. El 20 de agosto es detenido en su domicilio, y al día siguiente su cadáver aparece tirado en la carretera de Extremadura.
Ángel Pastor Sánchez y Luis Martín Pascual, párroco y coadjutor de San Martín de Valdeiglesias
Un guardia civil amigo les advierte del peligro, pero don Ángel contesta: «Un pastor no abandona a su rebaño, y yo lo soy doblemente: por párroco y por apellido». El 23 de julio unos milicianos los sacan del pueblo y los matan, no sin antes escuchar por parte de ambos palabras de perdón.
Alejandro de Castro, párroco de Los Molinos
El 19 de julio se apresura a ir a la iglesia a poner a salvo al Santísimo. Cuando sale, los milicianos le amenazan con dispararle si vuelve a entrar. Un amigo se ofrece a pasarle a la zona nacional, pero se niega. Incluso manda decir al Comité Rojo local que está a su disposición para cuando quieran. «Dile al cura que no tenga prisa, que ya llegará su hora», le contestan. Esa hora llegó el 23 de agosto de 1936, cuando le fusilan en algún lugar desconocido de la carretera entre Moralzarzal y Villalba.
Jesús Mostaza Chimeno, párroco de Collado Mediano
Estallada la guerra, recibe presiones para que deje de celebrar Misa, pero él lo sigue haciendo, incluso llamando a la oración con las campanas. Se recluye en casa y se viste de paisano, pasando desapercibido en un registro. Avergonzado, cuando días más tarde fueron a su casa de nuevo, les recibe con el rosario en una mano y un crucifijo en la otra. Encontraron su cadáver días después junto a las tapias del cementerio de la Almudena; llevaba consigo un papel que ponía: «Jesús Mostaza Chimeno, ministro del Señor».
Ignacio Aláez Vaquero, seminarista
El 9 de noviembre de 1936 se presentan en su casa y detienen a su padre, acusándolo de «fascista». Cuando le ven los milicianos, le preguntan por qué no está sirviendo en el Ejército, a lo que Ignacio responde: «Porque estudio para ser sacerdote». Le detuvieron también y le asesinaron esa misma tarde en el término municipal de Fuencarral, después de que Ignacio pudiera gritar: «¡Viva Cristo Rey!».