El texto del Papa emérito Benedicto XVI sobre la crisis de los abusos sexuales en la Iglesia, anticipado a su publicación en una revista de las diócesis de Baviera, ha provocado un vendaval que en ocasiones roza la histeria. Parece que importa más el cálculo estratégico de algunos (bastante delirante) que el contenido real del artículo. Se ha hablado de falta de contención, de injerencia, incluso de ataque al pontificado de Francisco. Algunos ponen en duda la autoría del artículo, si bien su forma y su fondo reflejan de forma transparente al Joseph Ratzinger que siempre hemos conocido. Otros pasan directamente al ataque y retoman las viejas caricaturas sobre el teólogo Ratzinger. Parece que no hay barreras.
La primera pregunta es si hay materia para este barrizal. Recordemos el discurso del Papa Francisco al clausurar la cumbre sobre los abusos del pasado febrero, cuando dibujó la extensión mundial y la profundidad del fenómeno, enfadando a no pocos, incluidos algunos que se arrogan la patente de cierto franciscanismo bastante artificial. En aquella ocasión el Papa mostró que esta lacra transversal tiene raíces antropológicas y culturales muy profundas. Parece justo profundizar en ellas, y ya es hora de hablar en serio sobre lo que supuso el desmontaje antropológico del 68, sobre los daños humanos concretos que provocó y sigue provocando la denominada revolución sexual, que todavía hoy se presenta tantas veces envuelta en los cantos de la libertad a pesar de haber provocado tantas esclavitudes. Esa indagación la realiza Benedicto XVI (y no es la primera vez), poniendo de manifiesto que al desconectarse de la unidad de lo humano, la sexualidad se ha convertido muchas veces en una mina vagante. Y este fenómeno ha penetrado también, ampliamente, en la propia Iglesia. ¿Qué hay de escandaloso en esta denuncia? ¿Dónde está la contradicción con el magisterio de Francisco? Simplemente, esa contraposición es una mentira.
Tampoco es cierto que la Iglesia haya sido prisionera de prejuicios y rigideces a la hora de entender la sexualidad, al menos no todos en la Iglesia. Los pontificados de san Juan Pablo II y de Benedicto XVI han abierto muchos caminos fecundos (y nada reaccionarios, al contrario) en esta materia, aunque es cierto que no todo el mundo (a uno y otro lado del espectro) hayan querido transitarlos.
Pero vayamos al meollo último del diagnóstico de Joseph Ratzinger – Benedicto XVI sobre esta gran crisis. El Papa emérito centra la causa radical en la «ausencia de Dios» que, no ha hecho mejor, sino todo lo contrario, a las sociedades occidentales. Esta pérdida de la centralidad de Dios también la hemos vivido en la Iglesia (convertida en autorreferencial, diría el Papa Francisco) y ha provocado que se abran escenarios dramáticos, por ejemplo (aunque no solo) el que ahora nos ocupa. Volvamos de nuevo al discurso de Francisco en la cumbre sobre los abusos, cuando advertía que todos los análisis se quedan cortos si no llegan hasta el misterio último del Mal. Y se atrevió a nombrarlo. Que el Papa mencionase a Satanás como raíz de estos crímenes provocó incomodidad, burlas y enfados a diestro y siniestro. El hecho es que hay una evidente convergencia entre lo que Francisco y Benedicto han señalado, descomponiendo a los que pretenden afrontar el fenómeno sólo con la sociología y con las normas. La respuesta última es la conversión, porque la Iglesia no se puede rediseñar a gusto de nadie ni puede encontrar en sí misma las fuerzas para su regeneración, que sólo puede venir de la gracia de Cristo: se pueden enfadar, pero esta es palabra de ambos, y muestra su esencial continuidad pese a lo que tantos dibujan estos días.
Francisco concluía el Sínodo sobre los jóvenes con un llamamiento a «defender a la madre Iglesia» que muchos silenciaron. Ahora Benedicto advierte de que la acusación contra Dios (esa acusación de la que, en última instancia, el diablo es protagonista, como explica Francisco sin trabalenguas) se vuelve hoy «menosprecio de su Iglesia», como si fuera algo malo en su totalidad. Entonces, ¿qué hemos de hacer?, se pregunta Benedicto en este texto. Lo primero, no dejarnos llevar por una lógica mentirosa. El propio Jesús comparó a la Iglesia con una red en la que Dios separa los peces buenos de los malos, y aunque ahora los malos parezcan especialmente visibles, la red sigue siendo la red de Dios. Y el Papa emérito recuerda que «en todos los tiempos ha habido mala hierba o peces malos, pero también los frutos de Dios y los buenos peces… Es verdad que hay pecado y mal en la Iglesia, pero sigue viva la Santa Iglesia que es indestructible: muchos testigos del Dios vivo, gente que cree humildemente, que sufre y que ama». Puede sorprender que Benedicto XVI destaque, entre las grandes tareas fundamentales para la misión de la Iglesia hoy, la de crear espacios donde la fe sea realmente vivida. A diferencia de lo que sucedía allí donde ha prendido el mal de la pederastia.
Y concluye con una confidencia personal conmovedora en su sencillez y profundidad: «Vivo en una casa en la que una pequeña comunidad descubre, en lo cotidiano, esos testigos del Dios vivo, y me los indican también a mí con alegría. Ver y encontrar a la Iglesia viva es una tarea maravillosa que nos da fuerza y nos hace estar nuevamente alegres en la fe». Al final de sus reflexiones, Benedicto XVI agradece al Papa Francisco todo lo que hace para mostrarnos siempre la luz de Dios que no ha desaparecido, tampoco en medio de las tormentas de hoy. Ambos nos han ayudado a reconocerlo.