Los españoles consultamos el móvil una media de 150 veces al día. No podemos estar más de una hora sin echarle un vistazo. En Francia han prohibido por ley su uso en el ámbito escolar. En Estados Unidos, ante los demoledores estudios que indican que los portátiles en el aula merman la capacidad de atención y empeoran las calificaciones del alumno, están pensando en algo tan revolucionario como volver a tomar apuntes con papel y bolígrafo. En Madrid acaba de abrir el primer centro público de España para tratar expresamente adicciones digitales en adolescentes. En Finlandia la mencionada adicción digital puede ser causa eximente del servicio militar.
Si ante tal panorama le entran ganas de salir corriendo, no es usted el único ni el primero. Jaron Lanier, el padre del término realidad virtual, acaba de publicar un libro titulado Diez razones para borrar tus redes sociales de inmediato. Los grandes ejecutivos de Google, Twitter y Facebook están apagando su vida digital y desconectándose de la red. ¿Qué nos está pasando? ¿Cómo es posible que buena parte de nuestra vida esté sucumbiendo, obnubilada en las pantallas de los dispositivos móviles? ¿No deberíamos alegrarnos de que nuestros hijos estén llegando con un pan digital bajo el brazo?
La cuestión es novedosa, pero no del todo nueva. En los conocidos versos de fray Luis de León, el agustino suspiraba por la descansada vida que huye del mundanal ruido. Ya los griegos hablaban de ataraxia para describir el estado de ánimo ideal, equilibrado, una pizca imperturbable y sereno que, necesariamente, pasa hoy por una vida austera, en consonancia con la naturaleza del hombre, alejada de la esclavitud que supone estar pendiente de la última versión del smartphone más puntero.
Es verdad que en ese estado prisionero hay muchos estadios intermedios entre aquellos que, por una parte, han llegado al extremo del aislamiento social agudo (hikikomoris), dos millones de personas diagnosticadas ya en Japón de esta enfermedad social propia del que rehúye cualquier tipo de relación con el otro durante al menos un período de seis meses, y que a menudo termina recluido en su habitación sin más contacto exterior que sus pantallas, y los que, por otra, sin que llegue a interferir patológicamente en nuestras vidas, llevamos el dispositivo en el bolsillo y lo desenfundamos con frecuencia, como si de un revólver se tratara. Pero, ¿quién no ha interrumpido una conversación porque le ha entrado la última notificación en su aplicación favorita?, ¿quién no ha tenido la sensación de estar rodeado alguna vez de zombis iluminados por el resplandor de la pantalla?, ¿quién no ha estado a punto de pasarse la parada de metro por ir metido en su particular mundo digital?, ¿quién no ha tenido la tentación de cometer la imprudencia de contestar al reclamo mientras va conduciendo?
Un alto en el camino
Esto no significa, en modo alguno, sostener una posición demonizadora de la tecnología, al modo de aquellos luditas, artesanos ingleses del siglo XIX que la emprendieron a golpes con las máquinas, porque las creían el origen de todos sus males. Supone, más bien, proponer un imprescindible alto en el camino antes de que sea demasiado tarde. Desconectar como un auténtico deber moral para una vida buena y también como un derecho. La cuestión es tan candente que ha abierto un debate jurídico para regular por ley la desconexión laboral, un ámbito en el que no se trata solo de la cantidad de tiempo que podemos llegar a emplear contestando a deshoras los mensajes del trabajo, sino, sobre todo, del estrés anticipatorio que genera el hecho de que en cualquier momento nos entre una notificación que no podamos ignorar.
Se trata, en definitiva, de que seamos cada uno de nosotros los que dominemos a la tecnología y no al revés, usarla bien sin abusar de ella, porque, en el futuro que ya se nos viene encima, estoy convencido de que serán mejores personas y, por consiguiente, mejores profesionales, aquellos que sepan integrar equilibradamente las enormes ventajas que nos proporciona nuestra sociedad conectada.
Si lo que quiero es el ruido del mundo, basta con dejarme llevar por la corriente y arrastrarme por las pantallas, en un ritmo frenético que no deja espacio ni siquiera para el genuino y necesario aburrimiento. Pero si lo que deseo es esa vida lograda, esa felicidad ansiada, la primera piedra que debo colocar en el edificio la de una sana desconexión, en la que sea posible detenerse, pensar, alimentar el espíritu y cultivar el asombro que todos traemos de serie.