El 2 de julio de 1978, monseñor Romero retomó su habitual predicación dominical tras un viaje que debió realizar a Roma para aclarar al Papa Pablo VI «algunos malos entendidos surgidos de informaciones falsas o interesadas». ¡Cuánto disfrutaba monseñor de pasar unos días en Roma! Eso le daba la oportunidad de sentir con la Iglesia y vivir la comunión con el Pontífice muy de cerca, «porque allá donde saben cómo amo la sede del Sucesor de Pedro, no podrían dudar de mi fidelidad al Papa. He ratificado una vez más que moriré, primero Dios, y fiel al Vicario de Cristo».
No resulta extraño que, vuelto de Roma, monseñor Romero expresara en esa Misa dominical sus profundos pensamientos y sentimientos hacia el Papa Pablo VI, a quien amaba entrañablemente: «Cuando veía circular junto a la tumba de san Pedro peregrinaciones llegadas de todas partes del mundo, me parecían como el torrente sanguíneo de la humanidad, que pasa por el corazón para oxigenar después a toda la Iglesia. Porque eso es el Papa: ¡El corazón de la Iglesia! Todo aquel que oxigena su sangre es un miembro sano de esta Iglesia, que esta mañana vivimos en esta catedral de San Salvador y a través de la radio, junto a tantos que no han podido venir pero que siente este momento de plegaria que estamos elevando al Señor por nuestro Pontífice Paulo, en el 15 aniversario de su elección. ¡Ese hombre de Dios es un santo! Es un santo en su fragilidad, en sus 81 años atormentados por la artritis, casi arrastrando sus pasos, ¡pero con una mente lúcida! Y sobre todo un corazón que es todo un volcán de amor para la humanidad. El Papa es un hombre que no vive para sí, un hombre para el que todas las palpitaciones de su amor son para sentirse padre, conductor, guía, pastor de la humanidad. Un hombre con un corazón tan sensible que le hacen llorar las ingratitudes de sus malos hijos, pero le hacen sonreír el cariño de quienes lo aman y tratan de corresponderle. Un hombre bueno y santo, que sabe que el precio de amar al Señor es apacentar al mundo entero con un corazón gigante que no se acobarda ante las embestidas de tanta maldad, de tanta indiferencia de un mundo que se desacraliza, que le da la espalda a lo divino».
Estas fueron palabras muy sentidas de aquel arzobispo llamado Óscar Romero, que buscó siempre caminar por los senderos de santidad y de justicia que Dios le fue trazando, hacia un Papa que fue siempre inspiración para su vida sacerdotal y para hacer de su oficio episcopal una expresión viva de Jesús, el Buen Pastor. Felicidades a estos dos grandes santos de nuestro tiempo. Seguramente, si monseñor Romero viviese hoy, tendría los mismos sentimientos hacia el Papa Francisco. Y viéndolo ejercer su ministerio petrino, le diría: «Santidad, me basta verlo, en la plaza San Pedro y en cada viaje apostólico que realiza, amando a Dios con todo su corazón y a su rebaño con expresiones del pastor cercano que conoce a su ovejas y da la vida por ellas pero, sobre todo, porque usted es el Vicario de Cristo, aquel que me confirma en la fe y me enseña a amar con su propia vida, a dar la vida por sus ovejas. Ánimo Santo Padre, Él lo constituyó la roca sobre la que edificó su Iglesia y le prometió su presencia para siempre: “Yo estaré contigo hasta el fin de los tiempos, y las puertas del infierno no prevalecerán sobre ella”. Esté seguro de que siempre rezamos en El Salvador por usted. Que Dios le dé muchos años».
Monseñor Rafael Urrutia
Postulador de la causa de monseñor Romero