«Mayo del 68 barrió el pasado sin construir un universo nuevo»
Cuando estalló Mayo del 68, «ese yo hiperdisciplinado, sometido a las jerarquías institucionales, saltó en pedazos», afirma el filósofo Gabriel Albiac. El político italiano Aldo Brandirali, que vivió esa época en una comuna, explica que los jóvenes de hace 50 años «necesitaban vivir de otra manera, salirse de lo que se esperaba de ellos»
Gabriel Albiac recuerda «seguir al milímetro» la Ofensiva del Tet, iniciada en enero de 1968 por el ejército de Vietnam del Norte y por el Vietcong contra las fuerzas lideradas por Estados Unidos. Para los jóvenes europeos «era asombroso ver lanzarse a aquellos vietnamitas con fusiles básicos contra un ejército moderno con un extraordinario apoyo aéreo», relata a Alfa y Omega. El filósofo y colaborador de ABC fue testigo desde la Universidad Complutense de ese 1968 en el que cumplió 18 años. Más tarde, en París, trató personalmente a algunos de los referentes de las revueltas de mayo.
A pesar de la derrota táctica del Vietcong, la ofensiva «tuvo una eficacia mitológica extraordinaria». Y contribuyó a que creciera aún más la oposición pública a la guerra de Vietnam que había empezado a tomar las calles de Estados Unidos el año anterior. Allí, las protestas se unieron a una nueva oleada de movilizaciones por los derechos civiles de los afroamericanos y a los movimientos alternativos que ese verano convocaron a cientos de miles de hippies en el Verano del amor de San Francisco.
La oposición a la guerra de Vietnam sobrepasó las fronteras, y dio lugar a revueltas desde Holanda hasta Japón. La primera gran manifestación europea tuvo lugar en Berlín en enero de 1968, «y ya en ella se coordinaron los movimientos estudiantiles europeos». La mecha prendió en Francia, y el resto es historia. Albiac resalta que buena parte de sus principales protagonistas (Daniel Cohn-Bendit, Alain Krivine o Pierre Goldmann entre otros) «eran hijos de judíos de la resistencia. De algún modo vivían de las mitologías que habían escuchado a sus padres», pero «buscando la épica en el único territorio donde se podía encontrar entonces»: Vietnam.
Rebeldes contra un mundo agotado
Sin embargo, la guerra fue solo el detonante. El caldo de cultivo venía de antes. «Esa época se vivió como anacrónica», explica el pensador español. Los estudiantes de aquellos años, fruto del baby boom de la posguerra mundial, fueron los primeros en conocer el estado de bienestar. «El acceso a la universidad fue masivo, y la clientela fundamental eran los hijos del mediano y pequeño funcionariado, de la pequeña burguesía y también, en parte, de sectores populares». Con todo, Albiac rechaza que este movimiento fuera fruto «del aburrimiento. Fue una sublevación ante la insoportabilidad de un mundo económicamente en expansión, pero que estaba agotado» y reclamaba «horizontes y perspectivas distintas».
No se refiere solo a la rígida disciplina interna que habían vivido «mis amigos franceses en la Escuela Normal Superior. El mundo estaba fuertemente regido por las dinámicas jerárquicas de un estado institucional, que se manifestaban en todos los planos: político, sindical, escolar, en la fábrica, en la empresa, en las relaciones personales, en una situación de la mujer aún sumamente restrictiva… Era una situación agobiante. En 1968 se descubrió que era un mundo de convenciones del que se podía prescindir».
«Está todo mal y no sé por qué»
Aldo Brandirali, a sus 27 años, ya tenía en 1968 una década de experiencia en el Partido Comunista italiano y en el movimiento sindical de la fábrica de Milán donde trabajaba. Lo que cuenta de su trabajo casi suena a metáfora: «Cada 20 segundos llegaba una nueva pieza que había que montar. Las chicas de la cadena estaban muy afectadas por esa repetición mecánica. Empecé a pensar que el trabajo tenía que ser más humano, más comprensivo de la condición humana, pero no conseguía hacerme escuchar entre los sindicalistas», que no percibían la falta de sentido en el trabajo como un problema. Lo recuerda en una entrevista recogida en el libro Mayo del 68: Cuéntame cómo te ha ido, de Marcelo López Cambronero y Feliciana Merino Escalera (Ediciones Encuentro).
En 1967 había fundado el grupo La Hoz y el Martillo; organizaba grupos de estudio marxista-leninistas y, con once compañeros, se fue a vivir en una especie de comuna en el centro de Milán. La decepción con la URSS les hacía mirar a China, de donde les llegaba una visión muy edulcorada de la revolución cultural de Mao: trabajar a nivel del pueblo, promoviendo un estilo de vida sencillo. A su alrededor, veía a otros jóvenes con inquietudes, como los 700 barbudos que en 1968 acamparon en un parque. «Necesitaban vivir de otra manera, salirse de lo que se esperaba de ellos». El bienestar logrado por sus padres «no era suficiente, más bien les impulsaba a preguntarse qué era lo realmente importante».
El joven Aldo entendía su vocación a la política como «ser útil a la gente». Fundó la Unión de los Comunistas Italianos, que llegó a tener 15.000 militantes; sobre todo estudiantes, pero también obreros jóvenes. Iban a los barrios populares para montar comedores, o a la región de Calabria a ayudar a los campesinos. Sin embargo, «poco a poco se puso de manifiesto que teníamos muchos problemas para experimentar esa vida diferente, porque no teníamos consistencia». Con el paso de los años, la vida común fue entrando en crisis.
No era su único problema. En Alemania e Italia tras el 68 una minoría de radicales fundó grupos terroristas como la Fracción del Ejército Rojo y las Brigadas Rojas. El grupo de Brandirali no era ajeno a este movimiento y, en torno a 1975, algunos compañeros empezaron a mostrar simpatías muy reales por la vía de la violencia.
«Decidí que era el momento de disolvernos». Ante su Comité Central, presentó un extenso informe de los errores cometidos, y concluyó: «Ya veis. Está todo mal. Pero yo no puedo explicar por qué. Así que lo mejor es que cada uno se vaya a su casa a meditar». Desde entonces y hasta 1982, analizó en profundidad el marxismo y llegó a la conclusión de que «el ser humano no puede ser el sujeto que, sin más, aplique la teoría y genere la justicia».
¿Qué quedó? «Yo»
¿Por qué una revolución cuyo fruto más visible a corto plazo fue la mejora de las condiciones laborales en Francia y la aparición de varios grupos terroristas en Europa sigue siendo, 50 años después, una referencia a la que se atribuyen características de la sociedad contemporánea como el individualismo, el relativismo, o la liberalización sexual? ¿Qué quedó de esos meses?
«Jean-Paul Sartre respondía “moi. Yo”», recuerda Albiac. Más allá de los cambios en los procesos de producción, de la explosión de «creatividad y desconcierto» en el ámbito cultural y de la aparición de movimientos como el ecologismo y el feminismo, quedó sobre todo «la concepción de que ese yo hiperdisciplinado, sometido a las jerarquías institucionales, había saltado en pedazos. La rareza del 68 es haber sido una revolución sin desenlace, que barrió el pasado sin construir un universo nuevo. Dejó a toda una generación», que además tenía un gran peso demográfico, «ante la perspectiva de plantearse una vida al margen» del orden anterior. Para él, que no es creyente, esto es «una fortuna inmensa. Es el sinsentido, pero probablemente la libertad solo se puede generar en el sinsentido», opina. Más aún, añade, a la vista de las «propuestas de sentido» del siglo XX, el nazismo y el comunismo.
Brandilari reconoce, sin embargo, que lo pasó «muy mal» cuando se convenció de la mentira comunista. «Me planteé eliminar el entusiasmo para convertirme en un liberal reformista que aceptara el statu quo». Un proceso parecido al de muchos otros jóvenes del 68, pero que para él no quedó ahí.
En 1982, conoció a Luigi Giussani en un encuentro sobre ¿Qué relación existe entre la revolución y la religión? Cuando, después de escucharle, el fundador de Comunión y Liberación alabó su entusiasmo, «me sentí renacido. Era como si alguien leyera mi corazón. Yo estaba intentando dejar de ser Aldo, pero él me reclamaba a serlo de nuevo». La amistad que surgió entonces le ayudó a «mantener el deseo de una vida verdadera»; un deseo real que, como había descubierto en los años posteriores a 1968, «el sistema ideológico no era capaz de sostener». Tampoco –añade– la ideología moderna del relativismo.
Después de varios años, se convirtió al catolicismo, y en la fe encontró el impulso para dedicarse de nuevo a lo público. Esta vez, desde la democracia cristiana, y con la conciencia clara de que la política no es, en ningún caso, la respuesta definitiva.
En su libro Mayo del 68: fin de fiesta, el filósofo Gabriel Albiac llega a la conclusión de que las revueltas de ese año fueron «un síntoma del fin de la Guerra Fría», el comienzo del declive de los partidos comunistas clásicos, sobre todo el francés, y del comunismo como «teología política». Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, estos partidos habían presentado una «cobertura mitológica» como «un movimiento de liberación». Esta imagen saltó por los aires al producirse en 1968 un «movimiento insurreccional sin precedentes», incluida una huelga general casi total, y que el Partido Comunista Francés al principio la rechazara y luego solo la apoyara parcialmente. No podía admitir un movimiento «que era esencialmente antiautoritario». Esta actitud «puso a la luz que toda la ideología supuestamente liberadora en realidad cubría a una tiranía terriblemente poderosa en el Este, que además quedó particularmente clara cuando los tanques entraron poco después en Praga» para reprimir las movilizaciones que reclamaban una mayor libertad.