El cura que abrió la casa parroquial a toxicómanos e inmigrantes
Jorge de Dompablo quiso hacerse sacerdote después de ver al cura de su parroquia desvivirse por los jóvenes que caían en la droga durante su juventud. Una vez ordenado, Dompablo abrió las puertas de las distintas casas parroquiales por las que fue pasando a los más desfavorecidos. Desde hace 13 años, vive en comunidad en la carretera de Colmenar junto a 17 inmigrantes africanos
A Jorge de Dompablo, que hace una semana dio su testimonio en la parroquia Nuestra Señora del Sagrado Corazón de Madrid, hubo dos experiencias de su infancia que le marcaron y que le llevarían, posteriormente, a ser sacerdote y a vivir durante 30 años junto a los excluidos de la sociedad.
Desde los seis años, Dompablo vivió en Carabanchel, en Los Cármenes —lo que antiguamente se llamaba Caño Roto—. «Era una zona muy desfavorecida, donde vivían muchos gitanos y donde había mucha droga», explica al sacerdote a Alfa y Omega. Diez años después de recalar en el barrio, empezó no solo a ver la droga en las calles sino también «entre mis amigos». Frente a ello, a Jorge le impresionó el sacerdote de la zona, que «enseguida se percató del problema y se dedicaba a ayudar a los jóvenes que estaban cayendo en la droga». De igual forma, fue impactante «ver a la parroquia volcada desde el principio con los chicos». Todo esto «fue conformando en mí un compromiso ante las dificultades y un modo de ver la vida» de donde «me nació la vocación sacerdotal».
La segunda experiencia vital de Jorge de Dompablo fue el hecho de nacer en una familia numerosa —eran 14 hermanos—. Para él, vivir rodeado de muchas personas era lo habitual. «Nací en una familia comunidad» y a los 6 años «fui de interno a un colegio en el que éramos 500 estudiantes». Así también fue en su etapa del seminario. «En aquellos años los seminaristas estábamos distribuidos por parroquias. Íbamos a clase por la mañana por grupos y, por la tarde, atendíamos a los fieles. Yo recalé en la iglesia de mi barrio y luego fui a San Blas». Allí volvió a ver los dramáticos efectos de las drogas, pero también entró en contacto con gente que no tenía para comer. «El despacho de Cáritas estaba siempre lleno». Todas esas experiencias «fueron conformando en mí una forma muy particular de ser cristiano y de ser cura», explica. «Salí del seminario con una formación muy fuerte en lo humano y con un sentido de la responsabilidad muy marcado. Me preguntaba cómo transmitir el amor de Dios a los hermanos desde sus situaciones, especialmente las de sufrimiento».
Una casa de puertas abiertas
Al salir del seminario —recién ordenado con 30 años— a Jorge de Dompablo le destinaron a la parroquia de Santa María del Parque, situada en Hortaleza. «La iglesia tenía casa y allí vivíamos tres curas. La situación era bastante chocante: tres personas viviendo en toda una casa, cuando a nuestro alrededor había muchísima gente con problemas. A muchos les empezaban a echar de sus casas por el tema de la droga y les empezamos a acoger nosotros».
Por otro lado, junto a una religiosa y una laica que llevaban tiempo ayudando a las personas con necesidad, montaron la asociación A mejor. Atendían a menores y jóvenes de Hortaleza. A esta primera asociación siguió otra, El olivar, para la atención de chicos que a los 18 años dejaban de depender de servicios sociales y se quedaban en la calle. Paralelamente, el grupo de jóvenes de la parroquia se fue convirtiendo poco a poco en un grupo de acogida y atención a minusválidos. «Todo esto servía para dar testimonio. La parroquia no era solo un lugar de culto, no era solo un lugar de catequesis, sino que era un lugar de encarnación, en la que Dios se hacía presente en cada uno de nosotros y éramos la imagen de Dios en el barrio. El testimonio de nuestra fe en todos los problemas que íbamos descubriendo».
La historia de Dompablo continúa a través de otros templos en los que se encargó de unir indefectiblemente el culto divino con la atención a los más necesitados. Así fue en El Berrueco, donde empezó a recibir a toxicómanos e inmigrantes marroquíes; en Manzanares; donde la solidaridad se centró más en las personas sudamericanas; en la parroquia de la Virgen de la Candelaria (San Blas), en la que el sacerdote reconoce que «fracasé»; o en la parroquia de San Jorge, situada muy cerca del Estadio Santiago Bernabéu, donde «jamás pensaba que me mandarían» y donde «viví unos años muy interesantes».
Una parroquia entre los pobres
«Los jóvenes de la parroquia decían que era una parroquia rica y que por sus alrededores no había pobreza. Yo les dije que sí y un día nos fuimos a verlo». Jorge de Dompablo y los chicos de San Jorge se fueron a buscar a todas esas personas sin hogar por las cercanías de la parroquia. «Efectivamente, descubrieron a los pobres de su mismo barrio y empezamos a repartir bocadillos para acercarnos a ellos». Fue el germen del ahora conocido grupo bocatas. «Empezamos repatiendo la comida por la zona de los Sagrados Corazones, luego fuimos a Azca y, tras mi marcha, se continuó la labor de la mano de Comunión y Liberación y también se iban a la Cañada Real».
San Jorge, entonces, era una parroquia «muy dedicada a la oración en la capilla, ante el sagrario, ejercicios espirituales… con el tiempo pudimos hacer vida todo aquello que se rezaba. Empezamos a sacar a la parroquia fuera del templo». Estas experiencias fueron provechosas incluso para el propio sacerdote, «me hicieron descubrir mucha humanidad doliente». Y los jóvenes pasaron de la «despreocupación y casi el desprecio a una acogida cercana y cariñosa con los pobres».
En comunidad con los excluidos
En San Jorge, el sacerdote pasó dos años. El primero vivía en la iglesia y el segundo Jorge de Dompablo se trasladó a vivir a una casa abandonada que le dejó el Canal de Isabel II. «Estaba destrozada, la fuimos arreglando poco a poco para poder vivir aquí». Ante los sucesivos cambios de parroquia, y por tanto de vivienda, del sacerdote, «la casa del Canal me permitió dar más estabilidad a todos los chicos» con los que trabajaba y vivía desde que fuera ordenado sacerdote.
La casa está situada en la carretera de Colmenar y allí el sacerdote vive desde hace trece años con otras 17 personas, todos inmigrantes africanos. «Tenemos un huerto, gallinas». Más que una solución habitacional temporal, «intentamos que sea un lugar estable. Queremos paliar en la medida de nuestras posibilidades el desarraigo que han vivido estos chicos, que salieron de su país de origen y que en muchos casos no han vuelto a ver a su familia», asegura a Alfa y Omega.
La idea de hacer de la vivienda una casa estable para sus moradores se la dio la experiencia vivida por uno de los chicos. «Fue uno de los primeros que conocí. Después de estar aquí, pasó a otra asociación en la que estuvo dos meses. Esa segunda asociación la dejó porque unos amigos suyos de Murcia le dijeron que allí había trabajo. Se fue a Murcia y no logró encontrar trabajo. Decidió entonces volver a Madrid y se puso en contacto con su última asociación, que con buen criterio le dijeron que allí no podía volver porque otro había ocupado su plaza. Tras la negativa, me volvió a llamar y regresó de nuevo a casa. Tenía un desarraigo tan grande que le dije, “vente que aquí vas a echar raíces”. Ha estado ocho años en la casa y, como parte de mi familia que es, ha venido a las bodas de mis sobrinos, al entierro de mi madre, a las fiestas familiares…».
«Como te decía al principio nací en una familia comunidad, entonces aquí lo que estamos haciendo es una comunidad familia. Hemos logrado que esto sea una familia».