Paradójicamente, es entre los que conocen
más íntimamente el poder de la muerte
que encontramos la más tozuda fe
en el poder de la vida,
y por consiguiente,
en el poder del Dios que es la fuente de vida.
Roberto Goizueta
Yusif, en el campo de refugiados de Doro, tiene aquella mirada tan característica de los que han pasado meses y años en el exilio. Entre meditabunda, melancólica, apenada y quizá algo desengañada. Sin embargo, su mirada no es ni áspera ni derrotada. A menudo reposa y habita en la memoria de tiempos pasados, de aquellas primaveras en su tierra natal, el Nilo Azul (Sudán), cultivando maíz y sorgo junto con otros jóvenes, contando historias alrededor del fuego, bailando al son de los tambores. Cuando recuerda, se le llenan los ojos de vitalidad.
Hoy se encuentra en Maban, Sudán del Sur, ya entrado en años, sin perspectivas de retorno. Atrapado, envejeciendo en tierra extranjera.
Pero hay en la vida de Yusif una fecundidad que nada tiene que ver con el éxito o el progreso. Su presencia transpira una sabiduría amasada a golpe de alegrías y de penurias. «El sufrimiento –por curioso que esto pueda parecerte– es el medio por el que existimos, y es el único medio por el que somos conscientes de existir; y el recuerdo del sufrimiento en el pasado nos es necesario como garantía, evidencia, de nuestra identidad continuada» (Oscar Wilde, De Profundis). Un pueblo sufrido y sufriente este, pero quizá de forma misteriosa y precisamente por eso, un pueblo vivo.
En la Biblia, cuando el pueblo de Israel se instalaba y acomodaba demasiado, era amonestado con palabras de este calibre: «Recuerda que también tú fuiste esclavo en Egipto, y que el Señor tu Dios te sacó de allí desplegando gran poder» (Dt 5, 15).
Todos sin excepción bebemos y estamos enraizados en la experiencia de nuestros antepasados, llena de vitalidad y brutalidad, ambas bien reales. Intentar quedarse solo con la primera y ocultar la segunda es pretender vivir como en un decorado de teatro, donde todo es apariencia. Pero fijarse solo en las roturas y heridas de nuestro mundo y nuestra historia nos deja igualmente huérfanos. Hemos de poder sostener vida y muerte entrelazadas, recordando una vez más el núcleo de nuestra fe cristiana.