La última religiosa de Somalia será beata
Sor Leonella Sgorbati, reconocida como mártir por el Papa Francisco, murió perdonando a sus asesinos. Su muerte dejó a la minúscula Iglesia somalí reducida a un obispo, un sacerdote y una trabajadora de Cáritas
El 17 de septiembre de 2006 sor Leonella Sgorbati abandonó el hospital de Aldeas Infantiles SOS en Mogadiscio, capital de Somalia. Había acabado sus clases de enfermería y solo tenía que cruzar una calle para comer con otras tres misioneras de la Consolata de su comunidad. De repente, dos hombres armados comenzaron a disparar a la religiosa. Una de las balas le causó una hemorragia mortal.
Cuando sus hermanas llegaron al hospital, todavía vivía. Cogió a sor Marzia Feurra de la mano, y dijo: «Perdono, perdono, perdono». El día 9 de noviembre, el Papa Francisco reconoció el martirio de sor Leonella, lo que permite que sea beatificada.
Una de las personas que ha recibido con más alegría la noticia ha sido monseñor Giorgio Bertin, obispo de Djibuti (país vecino a Somalia) y administrador apostólico de Mogadiscio. «Era muy abierta de mente, paciente y deseosa de hacer el bien. Yo le decía en broma que su corazón era mayor que su cuerpo (¡y ella era grande!). Fueron días de una gran conmoción entre quienes la conocíamos. La mayor parte de la población somalí estaba indignada».
Algunos líderes islamistas del país atribuyeron su asesinato al discurso que cinco días antes pronunció Benedicto XVI en Ratisbona, y cuyas alusiones al islam fueron muy criticadas en el mundo musulmán. Sí es un hecho que «en 2006 la situación era muy peligrosa –recuerda el obispo–. Mogadiscio y diversas partes de Somalia estaban controladas por clanes enfrentados entre sí, y había nacido el movimiento de los Tribunales Islámicos, que quería devolver la seguridad y la unidad a Somalia. Este movimiento tenía un ala islámica moderada y un ala fundamentalista que odiaba todo lo que es cristiano u occidental». De esta facción surgió, poco después, el grupo terrorista Al Shabaab.
Un obispo refugiado
El descenso de Somalia al caos y al colapso total de las instituciones arrancó en los años 1980 con una sucesión de enfrentamientos entre clanes, pero no se desencadenó con toda su fuerza hasta 1991, con el derrocamiento del Gobierno de Siad Barre y el comienzo de una guerra civil para la cual no se vislumbra un final. Aún hoy, el Gobierno federal no puede ofrecer los servicios más básicos, ni garantizar la seguridad de la población. Para plantar cara a Al Shabaab depende de Estados Unidos, la ONU y los países vecinos.
Fue el estallido de la guerra el que hizo que monseñor Bertin y sor Leonella, ambos italianos, se conocieran en la década de los años 1990 en Kenia. El obispo se había refugiado allí después de verse obligado a abandonar la diócesis de la que acababa de ser nombrado administrador apostólico.
Sus pasos se volvieron a cruzar en 2001, cuando ella abrió una escuela de enfermería en Mogadiscio. Él, nombrado obispo de Djibuti ese mismo año, «iba a la capital somalí tres o cuatro veces al año y visitaba a las hermanas. Todo estaba por reconstruir», recuerda. De hecho, la religiosa luchó mucho para que los diplomas de su escuela los emitiera la Organización Mundial de la Salud. Los del Gobierno no habrían tenido ningún valor.
El martirio de la religiosa en 2006 fue un golpe más para la Iglesia en Somalia. «Los responsables de Aldeas SOS nos pidieron que las religiosas se fueran. Esto redujo aún más la presencia cristiana en el país, porque no había ninguna otra congregación religiosa», explica monseñor Bertin. En la capital quedaron solo unas pocas decenas de feligreses, de ascendencia etíope o keniata en su mayoría.
Más de diez años después, el único representante de la Iglesia que vive en Somalia es un sacerdote neozelandés sin parroquia que atiende a los trabajadores extranjeros de la región septentrional de Somalilandia, independiente de facto y más estable que el sur. Monseñor Bertin y la única trabajadora de Cáritas, la mexicana María José Alexander, trabajan desde Djibuti financiando y acompañando proyectos de ONG no cristianas de confianza que atiendan, sobre todo, a los 880.000 desplazados internos por la violencia o la sequía.
El Papa ha aprobado también el martirio del sacerdote húngaro János Brenner. Ordenado en 1955, las autoridades comunistas se fijaron en seguida en él por su habilidad para tratar con los jóvenes. Consciente de ello, el obispo le ofreció enviarlo a un lugar más seguro. «No tengo miedo –respondió el sacerdote, de 36 años–. No me importa quedarme». El 14 de diciembre de 1957, le pidieron que acudiera a dar la unción de enfermos a una persona. Era una trampa: alguien lo apuñaló 32 veces en el bosque a las afueras de la localidad de Rabakethely. Cuando lo encontraron al día siguiente, sus manos todavía se aferraban a la Eucaristía.
Entre los decretos firmados por Francisco el 8 de noviembre, los que más interés mediático han suscitado son dos de las seis declaraciones de virtudes heroicas: a la del padre Tomás Morales, fundador de los Cruzados y Cruzadas de Santa María, y la de Juan Pablo I. El día anterior, la periodista y vicepostuladora de la causa del Papa de la sonrisa, Stefania Falasca, publicó un libro desmontando la hipótesis de que fue asesinado.