El Papa ha dirigido un importante discurso a los participantes en el Congreso (Re)Thinking Europe, organizado por la Comisión de las Conferencias Episcopales de la Comunidad Europea (COMECE), para valorar la contribución de los cristianos al futuro del proyecto europeo. Entre las claves de este denso y articulado discurso destacan tres: la recuperación del sentido de la persona y de la comunidad, la superación del prejuicio laicista y del conflicto generacional que padece nuestro continente a consecuencia de lo que Francisco denomina «un déficit de memoria».
Como tantas veces hicieran sus predecesores, Francisco ha elegido la aventura benedictina para alumbrar la contribución que los cristianos podemos ofrecer hoy a un proyecto europeo que da muestras de cansancio y de atasco en sus niveles más profundos. El monacato benedictino supuso una potente afirmación del valor irreducible del yo, de la persona, que por una parte genera comunidad, y al mismo tiempo necesita de la comunidad para su desarrollo. El Papa considera especialmente grave la tergiversación actual del concepto de libertad, entendido como ausencia de vínculos, que conduce a «una sociedad desarraigada, privada de sentido de pertenencia y de herencia». Y en este punto no ha faltado una llamada de atención sobre el valor de la familia, ampliamente extraviado en las sociedades europeas de hoy. En la familia se exalta la diversidad, y al mismo tiempo se recompone en la unidad. Sin una red de familias será imposible regenerar el tejido vital europeo.
Frente a la ciudad líquida, Francisco ha dibujado la plaza de la polis, un espacio para el intercambio económico, pero también el corazón neurálgico del debate político, donde se elaboraban las leyes para el bienestar de todos. Y a esa plaza se asoma siempre el templo, para que a la vida cotidiana no le faltara la perspectiva del Infinito. Esa imagen le ha permitido reivindicar el papel positivo y constructivo de la religión en la ciudad común, señalando que sigue en auge en Europa un prejuicio laicista que pretende relegarla a una esfera meramente privada y sentimental. La revitalización del diálogo europeo, en todos sus niveles, requiere la participación activa de las comunidades religiosas, y no su silenciamiento y marginación.
Hay otra clave sustancial en el discurso del Papa: la que sitúa en los años sesenta del pasado siglo el arranque de un conflicto generacional sin precedentes: «se ha preferido la traición a la tradición… y al rechazo de lo que llegaba de los padres le ha seguido el tiempo de una dramática esterilidad». Muestra de ello es el actual invierno demográfico (unido a la tragedia del aborto). Francisco observa que «no hemos sido capaces de entregar a los jóvenes los instrumentos materiales y culturales para afrontar el futuro». Todo ello responde a lo que ha llamado «un déficit de memoria», por el que muchos jóvenes se encuentran perdidos, «llevados a la deriva por todo viento de doctrina».
Frente a estos problemas el Papa ha recordado el método de San Benito en aquella Europa devastada política y culturalmente: no se trata de conquistar espacios de poder sino de generar un nuevo dinamismo social sostenido por la fe, capaz de rediseñar el rostro de Europa. Porque «de la fe brota siempre una esperanza alegre, capaz de cambiar el mundo».