Tras aquella entrevista en El Espejo, hace ocho meses, he descolgado de nuevo el teléfono para llamar a Victoria (Ushindi) y entender lo que está pasando en un inmenso país en que la vida y la muerte se cruzan a velocidad de vértigo. Por el auricular escucho la algarabía de los niños en el recreo: Victoria Braquehais, misionera de la Pureza de María, responde alegre, casi cantarina, rodeada de sus chavales en la escuela que las misioneras tienen en Kanzenze, en la provincia de Lualaba, al sur de la República Democrática del Congo. Le pregunto cómo está con un punto de legítima aprensión, a la vista de las informaciones que manejo sobre la violencia en el país, que en los últimos meses está poniendo en su foco a la Iglesia católica. Me deja sorprendido su respuesta nada impostada: «estoy bien, contenta de estar aquí, agradecida por todo lo que el Señor nos da». Al fondo suenan las risas y los gritos de los niños.
Le pido una foto-resumen para que los españoles podamos entender qué sucede en el Congo y me explica sin titubeos, con gran precisión, la situación de bloqueo provocada por el empeño del Presidente Kabila de mantenerse en el poder. La situación se está pudriendo una vez que ha quedado claro que el Gobierno no tiene ninguna voluntad de cumplir lo estipulado en los Acuerdos de San Silvestre, firmados con la oposición el 31 de diciembre de 2016, gracias a la mediación de la Conferencia Episcopal congoleña. El bloqueo político sine die genera inestabilidad y desencanto, se han multiplicado las protestas en la calle y la consiguiente represión. Por otra parte la violencia se extiende incontrolada por el país; a las endémicas luchas interétnicas en las regiones orientales fronterizas con Ruanda, se une ahora una violencia creciente en Kasai, donde se habla de más de 3.000 muertos. Existe la sospecha creciente de que en esta región se ha intentado provocar el caos para hacer imposible que arranque el proceso electoral.
Victoria me habla de la gente, su gente, que está viendo cada día el desplome de su escaso poder adquisitivo, y que no puede permitirse el lujo de participar en el movimiento cívico de resistencia porque necesita trabajar cada día para asegurar el sustento. Me cuenta el drama de los desplazados, algunos hacia ciudades más grandes, como Lubumbashi, donde existe una apariencia de mayor seguridad; otros han cruzado incluso la frontera rumbo a Angola. Le duele especialmente la situación de los niños, que ven truncado el curso escolar y pierden el hilo de su formación, la única herramienta para cambiar su futuro. Con todo, recobra el brío cuando me dice que este curso, en el colegio de las misioneras, en Kanzenze, han llegado cincuenta nuevos alumnos, cada uno con su historia, con su deseo de una vida grande y bella. Y también cuando me reitera la alegría de vivir que bulle en el corazón de este pueblo tan probado, tan resistente porque afirma siempre, en última instancia, el bien que es la vida.
Le pregunto por el precio que está pagando la Iglesia por su presencia profética en este país feraz y violento, prometedor y siempre a punto de romperse. La Iglesia católica es casi la única referencia moral reconocida a lo largo y ancho de este inmenso territorio, algo así como la osamenta del país. Y me comenta divertida que ante este protagonismo, un ministro de Kabila afirmó recientemente que «el Congo no es un convento», para reprochar a obispos, sacerdotes y religiosas su participación creciente en los avatares sociales. De hecho fue la Conferencia de los Obispos del Congo la que, en cierta forma, forzó con su autoridad moral los fallidos Acuerdos de San Silvestre, y ahora paga por ello: sacerdotes secuestrados y asesinados, seminarios quemados, parroquias saqueadas…
Y claro está, me intereso por cómo viven esta circunstancia las misioneras. Responde con sencillez que su primera preocupación es la gente, sostener su esperanza con el Evangelio, mantener vivas las obras con las que atienden a sus necesidades, especialmente el reto inmenso de la educación (me confía que está convencida de que Nelson Mandela acertaba plenamente al decir que sólo la educación podría cambiar el rumbo de África). En cuanto a su comunidad, me dice que para ellas es sencillo: «una le confía su vida a Jesús y está en sus manos», y añade, entre risas, que una vez tomada esa decisión se aplica aquello de «Santa Rita, Rita, Rita, lo que se da no se quita». Después evoca el momento difícil de finales del pasado año, cuando su comunidad tuvo que mirar a la cara un riesgo muy concreto y ante el Santísimo expuesto decidieron permanecer junto a su pueblo. «Nosotras no vamos a irnos, estamos en Sus manos, es sencillo».
Le mando un abrazo para ella, para sus hermanas y para su pueblo, y le digo que verdaderamente me siento muy cerca de su pasión por Cristo y por el bien del mundo, que ahora soy más consciente de lo que están viviendo en el Congo. Y ella me responde que lleva a España en el corazón y que sigue con dolor todo lo que está pasando en nuestro país. Pedimos unos por otros.