Jima Weye tiene 11 años. Tuvo que huir de su casa con su familia en enero de 2015 debido a los combates entre el Gobierno y la oposición. Vive en Huffra, un campamento de desplazados internos en Maban, Sudán del Sur.
A Jima le gusta mucho poder ir a la escuela cada día. La escuela le queda cerca de casa –bueno, lo de casa es un decir–, un poco de paja y algo de barro y, si hay suerte, un trozo de plástico para protegerse de las lluvias.
Se sienta en el tronco que hace las veces de banco y escucha atentamente a su profesor. Hoy toca Matemáticas y Lengua. Es de los alumnos más entregados, no se pierde ni un día. Después de dos horas de clase sale al recreo, juega con un balón viejo con sus amigos, ríe, salta, corre y de vuelta a clase, también hecha de paja. Al terminar la mañana todos los alumnos y alumnas hacen fila y reciben un poco de sorgo y, si hay suerte, algo de lentejas.
Al preguntar a Jima y sus compañeros de clase qué quieren ser de mayores dicen: maestro, médico, piloto de avión. Tienen grandes sueños, pero en este país donde hay millones de personas viviendo lejos de sus tierras en campamentos como este de Huffra, uno apenas puede imaginar cómo se van a materializar esos sueños. Mientras las metralletas no callen, millones de niños y niñas no podrán ni terminar la escuela primaria. Unas metralletas sedientas de tomar el poder y controlar los recursos naturales del país más joven del planeta.
La opción preferencial por el pobre es algo profundamente evangélico, no porque sea una especie de obligación moral de todo buen cristiano, sino porque expresa la auténtica identidad del Dios cristiano. Dios está encarnado, presente en el pobre, el excluido, la víctima tratada injustamente y, desde allí, nos llama a vivir ese dolor y ese quebranto. Vivir en solidaridad y fraternidad con aquellos a los que el progreso y la injusticia han dejado tirados.
Jima, con su ardiente deseo de aprender, encarna el futuro de una humanidad nueva por la que Dios ha tomado partido.