Luis Uribe, (a la derecha) franciscano nacido en Guernica, 82 años, hace más de 30 que vive en Corea del Sur como misionero al servicio de los leprosos. Darío Marote, (a la izquierda) servidor del Evangelio nacido en Salamanca, hace más de 30 años que es misionero y actualmente vive en Filipinas. En medio de ellos me siento una aprendiz de misionera, a pesar de que hace ya 22 años que salí de mi casa y he sido misionera en Argentina, Japón y Corea del Sur.
Darío era arquitecto cuando Dios lo llamó; su padre era piloto y acostumbraban a volar juntos sobrevolando Salamanca, contemplando desde el cielo la belleza de las catedrales y de San Esteban. Darío siempre cuenta que Dios lo llamó para reconstruir los corazones de las personas, rotos por tantas situaciones de la vida. Luis quiso venir a Corea como misionero cuando supo que había muchísimos pobres después de la guerra civil que terminó en el 53 dejando el país completamente destrozado. Antes había estado en Bolivia y en otros países de Latinoamérica, pero su sueño siempre había sido Corea.
Los misioneros franciscanos vascos fundaron en Corea un hospital que acogió en sus inicios a más de 600 leprosos (allá por los años 50). Su obra es famosa en toda Corea no solo entre los cristianos ,sino entre los no cristianos también, puesto que era uno de los dos lugares más grandes del país de acogida de leprosos (el otro era una isla donde vivían tres misioneras de Suiza).
Darío vive en un barrio pobrísimo de la ciudad de Malasiqui a cinco horas al norte de Manila y está a cargo de cuatro capillas y de la pastoral de esos barrios. En esta foto podéis ver como Luis se está comiendo un trozo de chorizo con los palillos y yo una tostada con mermelada de naranja. Esta cena era la fiesta final del retiro anual de mi comunidad de servidores en Asia (nos reunimos para orar y compartir las comunidades de Filipinas, Japón y Corea, precisamente en este centro de los franciscanos en Corea). La alegría no solo viene de comer el chorizo de España después de tanto tiempo o la mermelada de naranja hecha por mi madre, sino sobre todo por la satisfacción de estar entregando nuestras vidas a Jesús y de vernos curando sus heridas, consolando su corazón en el corazón de tantos hermanos. Dejar nuestra tierra para venir tan lejos solo es en obediencia al Espíritu y a la llamada misionera de Dios. El ser prisioneros de Jesús en los hermanos y vivir para que ellos le conozcan me hace sentir una libertad inmensa. ¡Feliz mes de la misión a todos!