Sinar, anciano originario del pueblecito de Benamayo en el Nilo Azul (Sudán), exiliado en el campo de refugiados de Doro (Maban, Sudán del Sur) parece estar preguntándose hasta cuándo deberá vivir lejos de su tierra. Sinar, junto con otros 135.000 refugiados, lleva ya cinco años atrapado entre dos guerras, la de su país de origen –Sudán– y la del país que le acoge –Sudán del Sur–. Aquí en Maban se entrecruzan diferentes conflictos y hacen de la vida en el exilio una especie de laberinto sin salida.
Ya en tiempos remotos, el pueblo de Israel vivió el desgarro interior que supone ser despojado de la propia tierra, abusado, explotado y lanzado al vacío y a la incertidumbre. Durante años. Dolor, desconsuelo, llanto y tristeza recogidos en las páginas de la Biblia de la mano de los profetas y los salmos –el salmo 137 expresa ese dolor con una fuerza y brutalidad que nos llega a incomodar–. Siendo testimonio de tanto dolor y llanto a veces yo mismo, no puedo evitar lanzar un grito al cielo: «¿Hasta cuando, Señor, tu pueblo va a tener que sufrir?».
Nunca nos ha sido fácil encontrar sentido a los tiempos oscuros de nuestros itinerarios personales y comunitarios. Intentar ocultarlos o ignorarlos no sirve de nada. Todos deseamos entender el sentido del mal, o al menos vislumbrar maneras humanas de aceptarlo y acompañarse mutuamente. ¿No fue eso lo que Jesús le dijo al discípulo amado y a su madre desde la cruz? (Jn, 19, 26-27).
A menudo son precisamente las víctimas y los excluidos de la historia y el progreso los que nos recuerdan de nuevo aquello que Occidente parece querer olvidar: que no se puede vivir a expensas de otros, que solo cuando la solidaridad, la compasión y la justicia brillan, la vida resurge, incluso en las situaciones más insospechadas. En Maban, un rincón de mundo en las cunetas de la historia, la esperanza viene a hombros de gente como Sinar que, en su doloroso exilio, viven agarrados al Dios de la vida.